De maestros e “intelectuales”

En este Día del Maestro, los festejamos con un artículo de Santiago Genovés publicado en la Revista de la Universidad

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Ser maestro -aprender constantemente- y, con las normales humanas dudas, guiar, enseñar, constituía una vocación que se parecía, un tanto, a la del médico. No era una profesión mas que en la medida en que los elementos de brillo, status social y remuneración económica constituían la base más o menos consciente de nuestro camino o dedicación. Era una actividad que surgía más bien del alma, de sentir no poder estar en actividad otra alguna. Con el advenimiento de la industrialización y de los avasalladores medios de comunicación masiva, todo, o casi todo, se estandariza. Surge, así, la clase, entre amorfa y concreta, de los “intelectuales”, que poco o nada tiene que ver con la respetabilísima y amorosa dedicación de los maestros, sea ésta de alto nivel de enseñanza universitaria o de cualquier de los peldaños anteriores. ¿Qué ha sucedido? Que los de la brillante -o sólo brillosa- “intelectualidad” hemos olvidado el sentido fundamental y básico de la pedagogía, de la educación.

Cae en mis manos el bellísimo ejemplo de lo que es ser maestro, producto del cerebro, mano y pluma de María de Ibarrola, quien me hace renacer a la insustituible memoria de lo que estaba en el olvido.

Ni soy sociólogo ni pedagogo. No obstante, creo saber que uno de los grandes problemas de nuestro México, en ya casi perenne crisis, y el más esencial para resolverla, es el de la educación, en general, y el de la sociología de la educación en particular (1).

Tomo pues un texto de la respetada y querida amiga -aunque apenas sí la conozco personalmente-, quien nos habla del gran profesor Dandurand, de la Universidad de Montreal, fallecido recientemente. (Avance y Perspectiva, núm. 15, CINVESTAV, México, 1996, pp. 47-50.) Me emociona como creo y espero que te emocionará a ti. Por ello, con su autorización, transcribo:

Dice de él el profesor Ollivier: “dedicó lo esencial de sus fuerzas a pensar sobre lo social, la escuela y la cultura [que] no era afecto a la polémica y evitaba las situaciones de enfrentamiento, pero no bajaba la cabeza ante la institución, porque tenía la calidad y la habilidad de leer lo instituido, de conocer y respetar las reglas del juego y de tener una forma muy propia de estar en el juego y anticiparse a él”.

Y más adelante:

[…] el riesgo de pasar de lado su calidad como ser humano, si se desconoce la postura que había adoptado ante el oficio de intelectual y la actitud que tomó para pensar su vida y su relación con el mundo. Tal vez habría que empezar presentándole excusas para hacer su elogio en público, puesto que toda su vida fue la figura emblemática de la presencia discreta, de la modestia que parecía cultivar como flor en un jardín secreto.

Termina Ibarrola con:

Respetando su modestia, quiero hacer del conocimiento de otros, que como él dedican su vida a la tarea intelectual, una mínima parte de la estancia en la que radican los valores y los frutos de la verdadera vocación de un maestro. Pienso ahora con admiración que si así fue conmigo, siempre presente en las pocas horas en las que yo pude verlo y a tantos años de distancia, como habrá sido para las muchas generaciones que pasaron por sus manos y para todos y cada uno de los alumnos que estuvieron cerca de él: cuántas vocaciones académicas habrá motivado su honestidad intelectual y su compromiso académico real; a cuántos alumnos habrá seguido de cerca y de lejos hasta verlos hechos hombres y mujeres dedicados a la tarea intelectual del sociólogo; cuántos rollos juveniles habrá desembrollado para encauzar pensamientos claros y conocimientos certeros […] qué vida tan grande la de quien permanece en la admiración, el respeto y el cariño no sólo de quienes tuvieron la dicha de compartir su vida personal, sino de sus alumnos, sus colegas y quienes se acercan a sus trabajos buscando una solución a los problemas intelectuales y sociales del desarrollo de un país.

Me encuentro a caballo entre ciencias naturales y ciencias humanas, tratando más, en lo íntimo, posiblemente, las últimas. ¿Qué percibo? Que existe en México un auténtico afán de acercamiento entre ambas (interdisciplinariedad, retroalimentación), pero que, no obstante, nos encontramos, en elevada media, aún en Las Dos Culturas, que tan bien glosara, en 1956, C. P. Snow. Como vemos, por lo que nos dice Ibarrola, Pierre Dandurand sí fue maestro; sí es ejemplo a seguir; sí es estar y ser en la total entrega de búsqueda de conocimiento, a través de estudio, experimentación y humildad no exenta de un casi imperceptible, fino, oxigenante y antipomposo sentido del humor, sin ruidosas alharacas o tontos elitismos.

En un mundo enteramente trastocado en su valores más esenciales, y perdido en un abyecto materialismo consumista, creo vale mucho la pena insistir e insistir -siguiendo a Ibarrola y al calor del recuerdo que hace de P. Dandurand – en la necesidad de ocuparnos de la sociología de la educación, sin la cual no es plausible progreso real alguno en nuestro país.

Ser “intelectual” no es sólo escribir aquí o allá, impartir unas más o menos exitosas conferencias, participar en más o menos publicitadas mesas redondas, etcétera. No es tener éxito hacia afuera, aunque, sin buscarlo o provocarlo, puede hacerse presente (casos de Jaime Sabines y de Molina Pasquel). Es -así lo entiendo- ser en la búsqueda de conocimiento- siempre humanizado en primera o en última instancia-o para entender, para entendernos. Sin una clara sociología de la educación, ello no es ni transmisible, ni evolutivo ni adaptativo, y la cultura –por la que aquí somos y estamos- es transmisión, evolución, adaptación.

Cabe, para terminar, considerar lo que nos dice M. Cereijido (Premio Nacional de Ciencias y Artes, 1995, en el mismo número de Avance y Perspectiva, pp. 37-41):

El investigador (persona entrenada para obtener datos e integrarlos a sesudas tramas conceptuales y publicar) y el científico (persona que además de ser investigador, conoce la historia, las bases sociales y epistemológicas, es decir, la naturaleza de la ciencia) son dos aspectos distintos del quehacer académico. Aunque esta distinción pueda enfurrufiar a más de un colega, no tiene nada que ver con el grado de inteligencia, pues conozco muchísimos investigadores premios Nobel y muchos científicos que son en cambio verdaderas nulidades. Ser científico conlleva tener una visión del mundo en la que no caben la revelación ni el dogma.  La historia de la ciencia, para citar a Huxley, es una larga lucha contra el Principio de Autoridad. Por este principio algo es verdad o mentira dependiendo de quien lo diga: el jefe, el director, el papa, el ayatola, la Biblia, el Corán. En cambio, en ciencias un becario puede pedir la palabra desde el fondo de la sala y refutar a un premiadísimo sabio.

Sigamos los intelectuales y maestros pues, con sensibilidad, sentido, humildad y buen humor a los Dandurand, sabiendo que, como nos dijo A. Machado:

Lleva el que deja

y vive el que ha vivido

Sabiendo o intuyendo que la vida es, de Confucio a Borges, de Einstein a Sandoval Vallarta, ser y no sólo estar. Es vocación de compartir en dónde, éticamente, están los verdaderos maestros e intelectuales, ya que no somos cosa otra alguna que energía pensante, que no meros pavo reales o alicaídos transmisores de una cierta información, generalmente pasajera.

(1) De niño viví la pedagogía: mi madre, Concepción Tarazaga, fue pedagoga, enamorada, entonces, de María de Maeztú, y bebí -a mi modesto y casi infantil nivel- las enseñanzas de don Francisco Giner de los Ríos, creador y director de la célebre Institución Libre de Enseñanza que formó y conformó a lo mejor de España de aquellos años, así como de don Bartolomé Cossío, sin par pedagogo. Eran otros años en todos los sentidos

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