Jaime Sabines, en la orilla del viento

Recordamos al poeta chiapaneco a 20 años de su muerte con una entrevista en la que habla de sus años de estudiante y de su experiencia poética, publicada en la revista Los Universitarios en 1998.

 

A principios de 1998, se dedicaba Jaime Sabines (1926-1999) a releer sus viejas libretas: de ellas saldría un tomo de “poemas rescatados”. La lectura de esos cuadernos lo llevó al recuerdo de sus años de estudiante: en la Escuela de Medicina, primero, y en la de Filosofía y Letras más tarde. Estas imágenes surgieron en una larga conversación, dilatado ejercicio de memoria que caminó hacia el rumbo de la experiencia poética. Para dar continuidad al texto, se han omitido las preguntas.

 

Mi primer contacto con la Universidad fue la Escuela de Medicina, la que estaba en Santo Domingo, que había sido edificio de la Inquisición y que para mí, durante los tres años que estuve ahí, lo siguió siendo. En realidad odiaba esa escuela, y hasta la fecha me da escalofríos pasar por ahí… Yo venía de provincia, de Tuxtla Gutiérrez, una ciudad pequeña —en esa época, de treinta mil habitantes— y la de México no era una ciudad tan grande como lo es ahora, pero proporcionalmente sí lo parecía: en 1945 tendría dos millones de habitantes. Cursé hasta la preparatoria en Tuxtla, y luego quise venir a la Universidad a estudiar medicina. Yo pensaba que mis papás querían un hijo médico, y se pusieron muy contentos de que fuera a estudiar medicina. Hice el viaje, fui a inscribirme a la universidad y ahí empezaron los traumas. Yo solito, en un ambiente que no conocía, me sentía desolado, abandonado, víctima de la agresividad de la ciudad de México. Un primo mío me llevó a inscribirme.

—Tienes que levantarte a las tres y media —me dijo— porque hay que estar a las cuatro.

Y llegamos, pues, a las cuatro de la mañana y ya había cola como de cuadra y media. A las nueve abrieron la universidad —era el horario normal—, a esas horas empezó a funcionar la fila; llegué a la ventanilla exactamente a la una de la tarde, y la señora me dio con la puerta de la ventanilla en las narices.

—Pero oiga usted…

—Nada, ya se acabó. Venga mañana.

Ahí empezaron los traumas. Al día siguiente tuve que volver a hacer cola a las cuatro de la mañana. Por fortuna llegué a la ventanilla como diez minutos antes de la una, y me atendió la vieja del día anterior, una mujer odiosa, por lo menos para mí se merecía todos los calificativos… Era la señorita Nájera, no me olvidaré jamás de su nombre pues tuve que tratar con ella varias veces y siempre me tronaba las puertas en las narices. La cosa es que por fin me inscribí en la Escuela de Medicina.

 

***

 

La clase de anatomía era a las siete de la mañana; hice todo lo posible por asistir a esa hora y no pude. Vivía yo a tres cuadras de la escuela, en Belisario Domínguez. A pie iba yo, pero a las siete de la mañana no podía… Un doctor, de apellido Bandera, daba su materia de anatomía a las tres de la tarde, era el único que la daba a esa hora. Y la de anatomía era la clase fundamental. Opté, entonces con el doctor Bandera, pero al presentarme…

—Usted está inscrito a las siete de la mañana.

—Sí, doctor.

—Tráigame una orden del profesor para poder hacer el cambio.

Transcurrieron cuatro meses para que consiguiera esa orden. Así que a mediados de año ya estaba condenado a una prueba doble, porque tenía una de faltas con el maestro Bandera…

Ya le había agarrado horror a la escuela. Me aconsejaron, y lo hice al pie de la letra, que me hiciera pasar por muchacho de segundo año reprobado, para evitar las novatadas, que eran terribles: te pintaban a cada rato, no sólo te cortaban el pelo sino te echaban pintura, te montaban, te hacían lo que querían… Me hice entonces pasar como alumno de segundo año reprobado, me aprendí quiénes habían sido los maestros, lo hice muy bien y evité todo, todo… Ya había evitado hasta el paseo de perros, la culminación de las novatadas: agarraban a todos los novatos, les echaban pintura ya todos pelones, los montaban, los hacían pasear por el zócalo, por las principales avenidas del centro… Los vejaban, pues, de la manera más cochina. Yo me libré de todo eso. Pero como a diez días del paseo un traidor chiapaneco le dijo a unos cuates:

—Ese tipo se ha hecho pasar por reprobado de segundo, pero no es cierto. Yo lo conozco muy bien, es de Chiapas, se llama…

Fueron conmigo y negué todo…

—Mira, hermano, olvídate: ya te libraste bastante tiempo y te burlaste. Dale gracias a Dios, pero de la peloneada no te vas a salvar.

Y me dejé. Me pasaron la maquinita de rasurar por un costado de la cabeza y por el otro. Había una señora gorda y chaparra, era un barril, media loquita, que llegaba a la escuela todas las tardes; enamoraba a los muchachos, y éstos le hacían la corte… Recién peloneado que agarran a la señora y la ponen a bailar conmigo. Esa fue la humillación mayor: desde todos los portales de arriba estaban los estudiantes viendo lo que hacía yo con la vieja aquella. Salí humillado y ofendido de la bailada.

 

***

 

Una experiencia en verdad dura fue mi primer examen. Había una clase de embriología que era semestral, todas las demás materias duraban un año. En junio se hacían los exámenes de embriología. Reunían a todos los grupos en el auditorio, que tenía capacidad como para setecientos u ochocientos estudiantes. Acudí al examen, sabía yo de la materia —era machetero, estudiaba mucho—, y a mi lado se sentó un muchacho… No olvidaré tampoco su nombre: Sánchez González, Alberto. Yo: Sabines Gutiérrez, Jaime. Me dijo:

—Oye, mano, sóplame…

—Espérate, estoy contestando mi examen.

Pasaban los maestros en sus rondas de vigilancia. Contesté mi prueba y luego le dije todos los datos que pude, lo ayudé bastante. Era obvio que mi prueba estaba mejor desarrollada. La cosa es que entregamos los exámenes; en una mesa estaba el maestro con todos sus ayudantes.

Como a los ocho días salieron las listas con las calificaciones. Y me dice feliz un amigo de Chiapas, que había querido competir conmigo toda la primaria, secundaria y preparatoria:

—Jaime, ya salieron las calificaciones.

—¿No te fijaste cuánto saqué?

—Sí, claro. Sacaste cero.

—¿Qué? ¡Estás loco!

Bajo la escalera estaban las calificaciones. Miro: “Sánchez González, Alberto: 8”, “Sabines Gutiérrez, Jaime: 0”. Me dije: es un error, con seguridad me saqué diez y aquí me ponen cero. Fui a ver a la señorita Nájera.

—¿Qué se le ofrece?

—Esto, señorita: creo que hay un error…

—¿Cuál es su nombre?

—Sabines Gutiérrez, Jaime.

—No, señor, no hay ningún error: tiene usted cero.

—Pero, señorita…

—No hay ningún error, deje usted de molestar.

Y yo: qué hago, Dios mío. No había otra clase de embriología. Con cero estaba condenado a repetir la clase en el siguiente año; de haber reprobado con cinco tenía derecho al extraordinario. Averigüé entonces la dirección del doctor Daniel Nieto Roaro, que vivía en avenida Chapultepec y ahí tenía su consultorio. Y voy a buscarlo. Había dos o tres gentes. Abría él la puerta: pase usted, pase usted… Hasta que me tocó mi turno.

—Pase usted, joven —me dijo, muy atento, pero en cuanto le dije “maestro” él se volvió a verme y cambió de actitud: del que busca la lana al que está viendo a un pobre diablo que es su alumno—. ¡¿Qué desea?!

—Maestro, vine a verlo porque me pasa esto… Estoy seguro que no puedo tener cero, yo sé embriología.

—¿Cuál es su nombre?

Se lo di, el doctor Nieto sacó una listita de seis gentes.

—Sabines, aquí está. Sí tiene usted cero.

—¿Por qué, maestro?

—Usted contestó “presente” cuando pasé lista, pero su prueba nunca apareció: usted no me presentó su prueba.

—La dejé en el escritorio…

—Es lo que usted dice, yo no la tuve.

—Maestro, no me haga usted eso, con cero no puedo ni hacer el extraordinario.

—No es culpa mía…

—Hágame usted un examen ahorita, hágame cinco preguntas y si no sé repruébeme.

—No estoy para hacer exámenes cuando los alumnos quieren, la Universidad es la que determina la fecha de los exámenes. Tenga la bondad de retirarse.

Salí del consultorio deseando tener una pistola y balacear al viejo chaparro ese. Ahí se acabó mi aventura de la Escuela de Medicina. Se acabó porque perdí la fe, la confianza en mí mismo. Recuerdo que cuando presenté neuro-anatomía y saqué 9.5 no lo creía. Me sentía como si hubiera robado la calificación. Y luego, en ese año de 1945, estalló una huelga en la Universidad. No sabía qué hacer: estaba esperando mi examen de anatomía para el 20 de diciembre, y la huelga estalló el cuatro. Quería ir a pasar las vacaciones a mi tierra, cuando menos pasar la nochebuena y el año nuevo con mis viejos. Le hablé a mi papá y le pregunté si podía irme. Me dijo:

—Sí, vente.

Y así me fui a pasar la nochebuena, con la alegría a medias: seguía debiendo anatomía, que era la base de toda la carrera.

 

***

 

Regresé en febrero y presenté el examen extraordinario. Luego a la clase de disecciones, que también era a las siete de la mañana, casi no llegué, tuve muchas faltas. La prueba teórica la resolví muy bien, pero en la práctica me tocó la rodilla para diseccionarla… Se acercó el maestro:

—¿Qué es esto?

—Mire, el ligamento anterior…

—¡Esto es una carnicería!

Nunca le tuve miedo ni horror o asco al cuerpo humano, pero no aprendí. Sabía de anatomía teóricamente. Con todo eso me pusieron dos sietes y un siete punto cinco.

En segundo año el equivalente de la anatomía era fisiología. También me tocó al final de año prueba doble, pues ya casi no iba a la escuela. Odiaba la escuela. Y había una clase de maestros… Decían: hay mucho estudiante de medicina, ya somos muchos médicos, ¿por qué no se van a estudiar otra carrera?

En esos tres años de la Escuela de Medicina me hice poeta, con el dolor, la soledad y la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir de mis angustias, de mis penas, de mi tragedia personal. Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego, nunca publiqué nada de eso. Pero sí agarré el oficio de poeta en esos tres años, pues escribía yo por necesidad. Anteriormente hacía un poema a la novia, todo muy bonito. Lo hice en serio cuando sentí la agresión de la capital, cuando sentí la soledad… Lo primero fue lo hostil de la enorme ciudad de México, y la hostilidad particular hacia mí en la escuela: fue mi estado de ánimo el que acrecentaba los estragos que hacía en mí la Escuela de Medicina.

Después de tres años me decidí a hablar con mi padre. Fui a Chiapas en unas vacaciones.

—Oye, viejo, te voy a decir una cosa. Voy a seguir estudiando medicina, pero nada más para colgar el título en la pared de tu casa: no voy a ejercer como médico.

Mi papá se me quedó viendo sin entender. Yo seguí:

—No quiero seguir estudiando medicina. Si sigo será porque tú me obligues a eso.

—¿Pero quién te ha obligado, hijo? Nadie te dijo: ve a estudiar medicina. Tu mamá y yo nos pusimos muy contentos porque íbamos a tener un hijo médico, pero lo mismo hubiera sido si nos dijeras: voy a estudiar ingeniería, quiero ser abogado… Lo que quisieras ser nos daría mucho gusto porque ni Juan ni Jorge, tus hermanos, pudieron estudiar más allá de la preparatoria. Nosotros no te guiamos ni te dijimos que estudiaras medicina.

—Pues no.

Me volví, fui a mi cuarto y me puse a llorar como un muchachito, a grito pelado, convulsivamente. Era la tensión de tres años de angustia, que se resolvieron de la manera más sencilla y absurda. Me di cuenta que era yo el que se presionaba.

 

***

 

Dejé la medicina en paz y después vine a Filosofía y Letras, que estaba en Mascarones. Ahí me sentí de maravilla. Ya conocía la ciudad de México, ya había pasado tres años solo. Y me fui con mi vieja casera, doña Anita, que vivía con una hermana y una hijita, la niña que toca el piano “mientras un gato la mira”, que era la Maruca. Doña Anita se había cambiado a la calle de Cuba, a una cuadra de donde vivíamos antes. Era yo su único huésped. Había dos recámaras: una para la viejita, su hermana y su hija, y otra que daba a la calle y era la que me alquilaba… Lo que tenía enfrente era la calle de la perdición: estaba el teatro Lírico, con una escandalera hasta la una de la mañana; y a un lado del Lírico estaban dos cabarets, La Perla y Las Cavernas… Y esos eran centros nocturnos más o menos potables, pues cuando estudiaba medicina me iba a meter a unos cabarets de rompe y rasga. Recuerdo uno que se llamaba El Chapulín, en el que no había día de Dios en que no hubiera uno o dos heridos de arma blanca. A un amigo mío una vez lo iban a matar. Era pura gente de baja ralea, y pura muchacha de a veinte centavos la pieza.

Me instalé, pues, en República de Cuba y me inscribí en Mascarones. Las clases eran de las cuatro de la tarde a las ocho de la noche todos los días. Uno de mis maestros fue Julio Torri, viejito delicioso al que nadie le hacía caso. Tenía una vocecita, y en el salón como de sesenta muchachos se la pasaban todos platicando. Yo procuraba sentarme cerca, en primera o segunda fila, para escucharlo. Conocía ya sus escritos, sus poemas en prosa. Torri no se peleaba, no decía “cállense” ni regañaba a los estudiantes ni nada, iba a lo suyo, el que quisiera oírlo que lo oyera. Al maestro que más admiraba era José Gaos, pero él daba filosofía. De todos modos, siendo estudiante de lengua y literatura me iba a meter a las clases de Gaos, como oyente. Ahí hice muchos amigos, como Ricardo Guerra, que fue marido de Rosario Castellanos; o Fernando Salmerón, que acaba de morir… En Mascarones también andaba Héctor Azar, al que teníamos como en segundo término, como un año atrás… Ya después se hizo un gran director de teatro. Estaban además Emilio Carballido, Sergio Magaña, y las poetisas Rosario Castellanos, Dolores Castro y Luisa Josefina Hernández. Ahí estuvo unos meses el nicaragüense Ernesto Cardenal.

En Mascarones estuve tres años. Pensaba seguirme de largo, pero en las vacaciones de finales de 1951 mi padre sufrió un accidente muy serio en Chiapas. Me quedé hasta que salió del hospital, y cuando vine a ver ya habían pasado las inscripciones. Dije: voy a regresar el año entrante. Lo que no sucedió.

 

***

 

Me habló uno que era candidato al gobierno del estado para saber si quería participar en su campaña. Pensé: de aquí cuando menos voy a sacar una beca y vuelvo a estudiar el año entrante. No hubo tal beca ni nada porque el tipo, el licenciado Efraín Aranda Osorio, era un sádico. Tuvo de oradores a tres jóvenes poetas —José Falconi, Enoch Cansino Casahonda y yo—, y a los tres nos quiso humillar. A Pepe Falconi lo tuvo haciendo antesala como mes y medio. Me enteré y le dije:

—¿Por qué te dejas humillar de ese modo? No es justo, hemos sido sus confidentes…

—Sí, Jaime, pero tú puedes hacerlo, yo no. Estoy casado y tengo un hijo.

Tenía razón, se tenía que aguantar. Aranda Osorio le dio chamba a los dos meses de estar haciendo cola.

Recuerdo que por esos meses se celebraba en Veracruz el carnaval, y mi padre quiso ir. Lo fui a dejar al aeropuerto, y encontramos a Aranda Osorio, ya gobernador.

—¡Mi mayor! —le dice a mi papá.

Luego se volvió a mí:

—Jaime, no me has ido a ver.

—Pensaba yo que no era oportuno, licenciado.

—Búscame, Jaime, búscame.

Mi padre me llamó la atención:

—Ya ves, te he estado diciendo que lo visites. Deja tu orgullo a un lado.

—Bueno, voy a ir.

Al día siguiente fui al palacio de gobierno a verlo. Daba audiencia en un salón grande de esta manera: empezaba a humillar a todo mundo. Por ejemplo:

—A ver tú, ¿qué se te ofrece? ¡Ah, chamba, otra vez chamba!

Llegó un momento, después de dos horas de estar ahí, en que pensé que a lo mejor no me había visto. Me puse de pie, dominaba las cabezas de la gente que estaba ahí. Incluso se llegaron a cruzar nuestras miradas. “Me va a llamar”, me dije, y me senté. A las dos y cuarto o dos y media de la tarde se levantó el hombre:

—Señores, me van a perdonar. El gobernador también es un ser humano y tiene que ir a comer. Los que no pude recibir ahora, mañana los espero.

“Mañana esperas a tu madre”, me dije. Y no volví. Eso significó que a los pocos meses me casara. No podía regresar a la escuela, no tenía dinero para costearme los estudios, y mi hermano Juan había sido designado diputado federal por primera vez en su vida y debía viajar a la ciudad de México con su mujer y sus hijos…

—Si quieres vivir de algo, ahí está la tienda, Jaime.

¡Hijo, la tienda de ropa! ¡Qué cosa es eso! Ni modo…

—¿Cuánto voy a ganar?

—Fija tú el sueldo.

—¿Te parece bien que gane mil pesos mensuales?

—Está bien.

Estamos hablando de 1952, y mil pesos daban apenas para vivir. Yo era un idiota también, y Juan sabiéndolo me dijo que escogiera yo el sueldo. Como al año y medio le reclamé:

—No me alcanza con lo que gano.

—Pues súbete el sueldo.

Y me lo subí a mil quinientos. Con esa cantidad se podía vivir, sí, aunque con aprietos: comprando fiado el refrigerador, los muebles de la casa…

Para mí la tienda fue un martirio. El comercio de ropa era el oficio más antipoético del mundo. Vendía lo mismo camisas que telas metreadas, para hacerse un vestido, una falda, un pantalón. Lo odioso de esa situación era el regateo.

—¿Cuánto cuesta ésta, patroncito? —me decía un indito.

Yo la vendía a veinte pesos el metro de corte de pantalón, pero el pobre indito venía con su morral y sus ahorritos de seis meses para comprarse una muda de ropa…

—Te la voy a dejar en dieciséis.

Hacía mis cuentas: costaba catorce en la fábrica, le ponía un diez por ciento de traslado, renta de casa e impuestos.

—Le doy ocho, patrón.

¡No sabía yo vender! El mismo indito se iba a otras tiendas calle arriba y pagaba por aquel corte veintitrés pesos, pues así son los comerciantes: los explotan vilmente.

 

***

 

A los dos años la tienda de ropa de Juan ya venía para abajo: no vendía, no vendía, y sufría terriblemente por eso. Entonces abrí los ojos, porque empecé a comprar telas finas… Recuerdo que compré una pieza de seda natural color crudo, bonita seda. Pasó una de las señoras popof de Tuxtla, y me dijo:

—Don Jaime, ¿tiene alguna novedad?

—Sí, doña Laura.

Le mostré feliz la pieza de seda. Me costaba de fábrica treinta pesos el metro.

—¿Cuánto cuesta, don Jaime?

—Treinta y cinco, doña Laura.

—Pero me va a dejar los tres metros en cien, ¿verdad?

Y le di a treinta y tres pesos el metro, que era apenas sacar los gastos. Como a los ocho días volvió doña Laura Cano muy enojada.

—¡Usted me engañó! Eso que me vendió no era seda natural, ésa la tiene María Aramoni y cuesta sesenta pesos pero sí es seda natural.

A mi lado estaba un vendedor.

—Dígale a la señora qué clase de tela es ésta —le pedí.

—Es seda natural, de primera…

Ella no se fue muy convencida. Llamé a mi ayudante, Julio, y le dije:

—Quita los precios del aparador.

Tenía unos brocados que me costaban treinta pesos y los vendía yo a treinta y cinco…

—¿A cuánto los pongo, don Jaime?

—Cincuenta y cinco. Y esta seda natural vale desde este momento cincuenta y cinco, la vamos a dar cinco pesos más barata que doña María.

Y la tienda se fue para arriba. Me dediqué a vender pura tela fina.

Esa fue una enseñanza, otra me la dio un yucateco. Era de esos muchachos que se dedican a vender cosas en la calle.

—Patrón, deme usted de su lino de la Burlington.

La Burlington era una fábrica que había en México con ese nombre. Fabricaban un tipo de lino, buena tela para pantalones o traje completo, que me costaba dieciséis pesos el metro. Si para un traje se necesitan cinco metros, son ochenta pesos.

—¿A cuánto me va a dejar el metro?

—En dieciocho.

—Bueno, deme usted cinco metros.

Pagó noventa pesos. Envolvió la tela, la puso en un papel de china y luego en periódico. A la media hora regresó.

—Me da usted otros cinco metros.

—¿Ya vendiste los otros?

—Sí, patrón.

—¿Qué hiciste?

—Me chingué al diputado Cárdenas.

—¿Y a cómo le vendiste el lino?

—Ah, no, patrón, eso no le puedo decir.

—Si no me dices a cómo, no te vuelvo a vender un metro.

—Se lo tuve que dar barato.

—¿Cuánto es barato?

—Pues se lo di… Le dejé el corte en mil pesos.

—¿A doscientos pesos el metro?

—Sí, a doscientos.

—Pues de ahora en adelante el metro te va a costar veinte pesos, no dieciocho, no te vuelvo a dar más rebajas, con lo que friegas a tus clientes es suficiente.

Abrí los ojos: la gente identifica la calidad con el precio. Aprendí y salvé la tienda de Juan. Pero vivía yo angustiado, sobre todo en cierta época: cuando empiezan las lluvias, en abril y mayo, bajan las ventas, no hay dinero. Tuxtla era una ciudad de pequeña burocracia, y de algunos campesinos que llegaban de otras partes del estado a hacer sus compras. En época de lluvias no había venta. Abría las cortinas, que eran cuatro, a las siete de la mañana y a veces eran las doce del día y no habían entrado más que las moscas. Yo afligido:

—Va a venir don Fulano de Tal y le debo cinco mil pesos, ¿cómo le voy a pagar?

Esas eran mis angustias de todos los días, siempre con sentimientos de culpa.

 

***

 

Para entonces ya había escrito Horal y Adán y Eva; en la tienda de ropa trabajé Tarumba, que tiene un tono airado: la ternura, por un lado, y la protesta, el sentimiento de rebeldía, por otro.

Seguía llenando libretas. Escribía a lo bestia. En 1949, cuando estudiaba en Filosofía y Letras, me eché todo Horal, pero el poemario que ustedes conocen no es ni la quinta parte de lo que era. Siempre he tenido un gran sentido autocrítico.

En la tienda los primeros seis meses estuve como traumatizado, sin escribir nada. Me afligía seguir escribiendo. Un día me dije: voy a hacer un ejercicio, voy a hacer un soneto diario, aunque no sirva, como los rounds de sombra del boxeador. Y eran sonetos bien escritos, con todas las de la ley. Al mes los leí y me dije: ni lo quiera Dios… Pero me sirvieron como entrenamiento porque cuando reparé, como a los quince o veinte días, empecé a escribir Tarumba. Mi mujer se embarazó de Julio, y en los versos hablaba yo del niño que traía en el vientre.

El año de la política fue 1952. En el siguiente me casé, en mayo; y Julio nació en mayo de 1954.

Tarumba nació en la tienda de telas. Me llama la atención que es el libro con el que más se identifican los jóvenes. Me extraña ese fenómeno. Cuando estuve en Cuba, en 1965 —fui jurado del premio Casa de las Américas— a todos los jóvenes les llamaba la atención Tarumba. También estuve en las playas de Tonalá, Chiapas, que es lugar de jipis, y encontré que a estos muchachos también les gustaba Tarumba. ¿Por qué ocurrirá esto? ¿Cómo es posible que estos muchachos que crecen en la revolución cubana y estos otros que crecen en la libertad del jipismo se identifiquen con Tarumba? Así era y sigue siendo. Todo Tarumba es una protesta contra la vida que lleva uno. Es la rebeldía. En la tienda yo vivía asfixiado… No sé cuándo no he vivido asfixiado, casi nunca he vivido así que diga “chino libre”. En la tienda hubo periodos especiales en que la presión fue tremenda. Fueron como siete años horribles para mí: aparte de los sufrimientos que pasaba como tendero, que viene don Fulano de Tal y no tengo dinero para pagarle, o no entra ningún cabrón cliente a esta tienda, y las aflicciones, tener que decir: le voy a pagar la mitad y en el próximo viaje le doy el resto… Aparte de eso, era vivir en un ambiente mediocre: yo ya había vivido dos o tres años en Filosofía y Letras, ya había abierto los ojos a muchas cosas. El “vate” y “poeta” con que te saludan en provincia a mí me caía gordo. Me decía: qué chingón eres, escribiste tu Horal, tu Adán y Eva… Y el gran poeta, el gran poeta de México aquí está barriendo la calle. Chíngate, cabrón. ¿Qué aprendí? La humildad: esa fue la palabra que aprendí en esos años, a no estar pensando que el poeta es un ser sagrado o un privilegiado. No, es como cualquier otro.

Siempre he presumido que soy uno de los pocos poetas que trabajan en México, o que trabajó, porque ya no lo hago: desde que agarré la tienda de ropa, después estuve aquí en México durante veinticinco años en una fábrica de alimentos para animales. Han sido chambas físicas, no trabajo intelectual. Me ofrecían: por qué no escribes en este periódico. Pienso que el trabajo material, el trabajo manual, hace menos daño a la poesía que el trabajo intelectual. El periodismo sí me pudo haber perjudicado. La cercanía del periodismo con el trabajo intelectual te distrae de la disciplina verdadera que necesita la poesía… La poesía es una cosa ignorada hasta por mí mismo, que nadie me la toque.

Nunca he vuelto sobre mis pasos en la poesía. Corrijo sólo en el momento de escribir. Si revisan mis libretas las encontrarán casi limpias: con una raya los poemas que rechazaba, y de vez en cuando cambiaba una palabra. Por lo general siempre corrijo en el momento de escribir, siempre he tenido la idea de que la poesía es fruto de un instante, y de que somos como el río de Heráclito: si yo, hoy, corrijo lo que hice ayer, estoy adulterándome, me estoy falseando. El Jaime Sabines de ayer fue muy diferente al Jaime Sabines de este instante, como este de hoy va a ser diferente al de mañana. Por eso no creo en la corrección, pues la veo como una falsificación. La poesía comunica emociones antes que nada, y esa emoción de hoy no es la misma que la de mañana. Con algún otro sentido, con alguna otra nariz, la vamos a oler diferente…

Hace como un año vino Carlos Monsiváis. Tenía yo pendiente regalarle un poema, pues él dice que colecciona originales de poemas para ponerlos en la pared de su casa. Incluso antes, cuando fui diputado, me había hecho esa petición, y yo traje la cuartilla en mi saco durante varias semanas pero él no apareció. Entonces vino a la casa. Le pedí a una de mis hijas, Judith o Julieta, que me trajera una o dos libretas, pues tengo como veintiocho. Monsiváis empezó a hojearlas.

—Qué bruto eres, nunca corriges.

Le respondí:

—Esa es mi manera de escribir, no le estoy imponiendo a todo mundo que no revise o reescriba sus textos.

Tengo un amigo, Marco Antonio Montes de Oca, que corrige cien veces un poema, es su manera de hacerlo. No estoy dando fórmulas. Mi manera de ser es esa. Dije entonces a Monsiváis:

—Arranca el poema que quieras.

Y él:

—No, no, me da pudor, no sé… ¿Por qué no publicas tantos poemas buenos que tienes aquí?

Lo mismo me lo habían dicho Judith y Julio, mis hijos. Me puse a repasar luego aquellas libretas y me dije: es cierto, este poema está bueno, y este también… Y estoy armando ahora un tomo que se va a llamar Poemas rescatados. Es material de muchas épocas. De 1950 para acá. Algunos están tachados no sé por qué… Me da la impresión de que en ese momento no me gustaron por algo. Otros sí me doy cuenta de que no me funcionaban para el libro que tenía pensado escribir, no encajaban en ese libro. Y los dejé así, marginados. Después nunca volví sobre esos poemas. Ahora me voy a dedicar a ellos. Es un trabajo sencillo, leer el poema, quizá cambiarle una que otra palabra y decir: te perdono la vida.

 

***

 

También a mí me emociona la respuesta del público en las sesiones de lectura de mi poesía, es una cosa caliente. Una vez di una lectura en la presidencia municipal de Veracruz. Ya había ido dos veces a Jalapa, pero el público de Jalapa es intelectual, “sabe”: sus reacciones son más parcas, más cautelosas, pero no se entrega. En cambio en Veracruz tuve un público de cargadores, de estibadores… De pueblo, pues. Yo pensaba que iba a ser al revés que en Jalapa: estas gentes no me van a agarrar ni una. Desde que empecé a leer sentí la vibración de ese público, y era una sala para escasamente ciento veinte o ciento treinta personas, adultos, mujeres del mercado oyendo poesía… ¡Qué sensibilidad para escuchar la poesía! Una mujer me dijo:

—¡Desgraciado poeta, me hiciste que me viniera la regla!

Y era una señora, de treinta y cinco o cuarenta años. Esa fue una de las primeras veces en que vi la reacción de la gente… Porque en Hermosillo me invitaron unos estudiantes de la Universidad de Sonora. Estuvieron hablándome y hablándome por teléfono hasta que por fin les dije:

—Sí voy.

Me mandaron mi pasaje del avión, me reservaron cuarto en un hotel de lujo… En el aeropuerto encuentro a siete muchachos.

—¡Maestro Sabines, lo vinimos a esperar!

Yo me sentía como si me cargaran en hombros. Fuimos al hotel.

—Lo dejamos comer, maestro, y luego venimos por usted. El recital es a las siete.

—¿Dónde va a ser?

—En el auditorio.

—Aquí los espero.

Me baño y espero que pase el tiempo. Llegan por mí puntuales y nos vamos en un carro al auditorio. Lo primero que llamó mi atención fueron las dimensiones del auditorio: enorme, enorme, como para dos mil gentes… Atolondradamente subo al estrado, me siento y me pongo a ver el auditorio y a mi público: los siete muchachos que me habían esperado en el aeropuerto más una muchacha y dos chiapanecos. Me quedé viéndolos.

—Miren, me van a perdonar —les dije—, pero me parece ridículo que esté yo aquí arriba.

—No, maestro, nos da mucha pena, es que no le hicimos la publicidad debida…

—Perdónenme pero vamos a hacer un trato, ¿qué les parece? Nos vamos al hotel, en el hotel hay un bar, nos sentamos en el bar los diez, nos echamos unos tragos y les leo todos los poemas del mundo.

Así se solucionó el recital, estuvimos como hasta las dos de la mañana.

La reacción de la gente es muy importante. Me da mucho gusto que el Nuevo recuento de poemas circule tanto entre los jóvenes, quisiera que lo vendieran más barato. Tengo la idea de que la poesía debe ser barata, no de élite. Mi pleito con don Joaquín Díez Canedo fue cuando publiqué por primera vez el poema del mayor Sabines: yo quería que hiciera una edición barata y que se conociera por todos lados, y él se encaprichó.

—No vamos a hablar más. Yo soy el editor y mi antojo es hacer una edición de lujo. Para mí el suyo es uno de los grandes poemas de la lengua española, y desde el poema de Manrique a la muerte de su padre no ha habido otro poema como este. Voy a hacer trescientos ejemplares y usted me los va a firmar.

¿Por qué no acabar con ese concepto casi sagrado de la poesía, de no tocar ni con el pétalo de un centavo un libro? Uno escribe para los demás, no para tener el librito guardado. El poema es un medio de comunicación, un medio de entendimiento humano, un puente que tendemos entra una personalidad y otra, entre una isla y otra.

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