Los besos antiguos y los besos de hoy

besos antiguos

Es común el padecimiento lingüístico de algunas mujeres que militan en el servicio doméstico. Seguramente hubo una vez en que sus ilustrados patrones les corrigieron la pronunciación de ciertas voces que los incomodaban y que no tenían otra desventaja que la de aplicar la famosa y universal “ley del menor esfuerzo”:

– No digas petrolio; di pe-tró-le-o.

– No se dice golpiar, se dice gol-pe-ar.

y ellas -las que fueron aplicadas- nunca entendieron porqué cerraban o palatalizaban la epero, con el deseo de corregirse y extender los beneficios de su aprendizaje a todo e! género humano, llevaron la lección más lejos. Ahora, por su propia iniciativa, corrigen sus desvíos: copeanlo buenos ejemplos, vaseanlas ollas y roseanla ropa antes de plancharla. Es lo mismo que les sucede a quienes acostumbran suprimir la den algunos participios (mancha’o, braga’o, chinga’o) y, cuando quieren hablar “correctamente”, en vez de bacalao, se sienten comprometidos a decir bacalado. Los lingüistas llaman al fenómeno ultracorrección. Equivale a lo que en buena lógica hacemos con la doble negación: a) llueve; b) ~llueve; c) (~llueve); aunque, como es obvio, no se trata de un simple retorno al comienzo sino de una sincera voluntad de cambio que acaba inexorablemente en otra cándida transgresión de la norma culta.

Lo mismo ocurre con los antropólogos y con algunos historiadores de la cultura que aprendieron demasiado bien a marcar las diferencias entre nosotros y las sociedades del pasado. Gracias a cruentas e innumerables lecciones de otredad nos han convencido de que bajo los mismos comportamientos o, incluso, bajo las mismas palabras se encierran significados radicalmente distintos.

¡Qué equivocados estábamos cuando creíamos que Tibulo amó a Delia y murió en los brazos de la negra Némesis (ni siquiera le gustaban las mujeres), que Propercio le cantó a Hostia bajo el nombre de Cintia y que Ovidio pasó noches enteras suplicando a la servidumbre de Corina que le abrieran la puerta! Paul Veyne nos ha enseñado que los poetas elegiacos no se sinceraban como hacemos nosotros a través de la literatura y que esas “mujeres irregulares” no pudieron haber existido (1). Era una pose artística, una ficción poética que nuestro pensamiento postomántico apenas comprende. ¡Qué distinto se entiende e! soneto de Quevedo “Miré los muros de la patria mía… ” si le asignamos al término ‘patria’ el significado que entonces tenía (pueblo natal), y vislumbramos que el autor no hablaba para nada de España o del Imperio, sino de su propia ciudad, Madrid, cuyas muralla estaban siendo derribadas para que, con tanta “casa de malicia”, la corte pudiera extenderse más libremente! Las “casas de malicia” eran las “mancebías”, “casas llanas” (porque estaban siempre abiertas) o prostíbulos, como podríamos entender en una rápida asociación. Se trataba de las viviendas construidas en un solo piso con el fin de evitar que el Estado confiscara las plantas altas para alojar a sus funcionarios. Podemos corroborar nosotros mismos estas diferencias: hace poco más de veinticinco años, las palabras ‘fresa’, ‘naco’ o ‘sicodélico’ connotaban un sentido distinto del que se les da ahora. Y con la transformación semántica de estas palabras -pérdida trivial- se han ido muchos prestigios que las nuevas generaciones no han percibido (rebelión contra la hipocresía y los formalismos del mundo adulto a través del lenguaje y el vestido, perspectivas musicales y literarias sostenidas a contracorriente, cuando no marginales, militancia política izquierdista, amor libre, etcétera) y que ya empiezan a ensanchar el abismo generacional. Actualmente varias de esas manifestaciones (ropa, música, algunos aspectos del lenguaje), sólo las más superficiales -parecidas en su espíritu a las compulsiones de los años sesentas pero en esencia bien diferentes-, se ostentan de una manera oficial, con el pleno consentimiento de las autoridades y de los adultos.

Sin embargo, hay ámbitos de la vida humana en los que se ha exagerado el acento de las diferencias. Uno de ellos es el que se refiere al beso en la boca como preámbulo o como parte del acto amoroso. La extendida creencia de que el cine nos enseñó a besar o, por lo menos, uniformó nuestra manera de hacerlo, ha hecho creer a algunos historiadores que su proliferación y su uso como símbolo de entendimiento entre los amantes proviene de las películas. Hay quienes incluso piensan que los besos en la boca son patrimonio occidental, y más específicamente costumbre de nuestro siglo xx. El cine nos ha dado muchas razones para pensar que el beso es casi todo lo que puede ocurrir entre la pareja. Como cualquier elemento implícito en nuestro código visual, sabemos que después del beso no hay más. O, si lo hay. es la parte vedada, y en realidad no importa, porque aquello que nos interesaba (el beso) se ha logrado. Llegar a lo íntimo es exceso de realismo, es lindar con la pornografía, explotar el voyerismo, y eso pertenece a la esfera de las patologías.

El beso en la pantalla es la plena consecución del amor. Una vez que hemos asistido a la enorme tensión del cortejo, cuando las vicisitudes de los amantes se acaban o los peligros de la separación quedan conjurados, la puerta de escape para la catarsis es, sin duda, el beso. Sólo entonces la historia puede concluir. A veces tenemos que esperar, tensos, las casi dos horas del filme para que la trama nos gratifique. como ocurrió entre Luisa Lane y Superman durante la primera parte de esta serie cinematográfica (1978). Es tal nuestro culto por el beso cinematográfico, que hemos creído verosímil la actitud del inocente Chance Gardener en Desde el jardín, la novela de Jerzy Kosinsky (en el cine no fue tan convincente). Como buen televidente, Chance creía que con un beso podía satisfacer la pasión de una mujer sometida por las circunstancias a largos ayunos sexuales. Su formación televisiva no lo capacitó para ofrecer más que impecables besos al estilo del Hollywood que mejor acató la censura. Era un baldado sexual y sentimental. Sus besos eran del mismo tipo que los besos desesperantes del Bello Antonio (Marcelo Mastroianni) a Claudia Cardinale  en la película de Mauro Bolognilli (1960) que nos hizo exclamar a todos: ¡antes feo que ser incapaz.

Quizás por influjo del cine, este culto se ha llevado fuera de la pantalla. Hay lugares donde el beso alcanza un status casi mítico. En México es frecuente que las prostitutas adviertan a sus dientes que pueden tolerar cualquier heterodoxia (por perversa que sea); pero que, en el renglón de los besos, solamente dan o reciben aquellos que van del cuello para abajo, sin importar la parte en que aterricen. Los besos en la boca están reservados para sus “novios”. Son (aunque sonrían los apóstatas) el último reducto de su fidelidad.

Vamos a recordar que el beso -tal como estamos habituados a verlo- no es patrimonio de nuestro siglo ni proviene de la literatura romántica ni conforma casos aislados en el arte. Es tan natural como la exclamación de la Esposa en el Cantar de los cantares: “¡Béseme con los besos de su boca…!” Y lo más probable es que estos besos de una sociedad altamente refinada se parezcan canto a los besos hollywodenses como el que está a punto de consumarse en un relieve veneciano que data de la época del Bajo Imperio (Museo Arqueológico), donde un sátiro “asalta” a una ninfa y comienza por acercar su boca a la ,de ella; mientras, la muchacha, complaciente, levanta la cara, extiende sus brazos con determinación para echarlos sobre el cuello de su verdugo y, “a vuelta de cabeza”, contesta favorablemente el gesto. En su conocido manual, Ovidio ilustra el gusto de los romanos por los besos y su uso:

¿Quién, si es un experto, no mezclará besos con palabras tiernas? Aunque ella no te los dé, róbaselos tú a pesar de no dártelos. Es posible que al principio luche contigo y te llame “sinvergüenza”, pero deseará sin embargo que la venzas en la lucha […] El que ha conseguido besos y no ha conseguido también lo demás, será digno de perder incluso lo que se le dio. (Arte de amar, 1, pp. 663 y 664; 669 y 670.)

Es difícil que los refinamientos culturales del Imperio romano hayan alcanzado las alturas a las que llegaron las grandes civilizaciones del Asia menor y del Oriente. Pero, en todo caso, los besos debieron ser la manifestación semipública del amor y tener su importancia como síntesis de todo lo deleitable que ocurría entre los amantes desde el momento en que Catulo (antecesor de Ovidio) describe su afición por Lesbia en esos términos:

Preguntas, Lesbia, cuántos besos tuyos me sean bastantes y demasiados.

Cuan magno número de arena líbica

yace en Cirene, rica en laspercio,

entre el oráculo de Jove ardiente

y el sacro túmulo del viejo Bato;

o cuántos astros, al callar la noche,

miran furtivos amores de hombres,

que beses tantos besos tú bastante

es a Catulo el loco, y demasiado,

que ni contarlos bien los curiosos

puedan, ni mala lengua enhechizarlos. (3)

No es la única vez que lo hace. En otro texto de técnica muy similar, Catulo insiste en demostrarnos que se siente bien recompensado por los besos; lo hace en un juego de cómputo que todos hemos hecho en alguna ocasión y de una manera que nos es muy familiar porque está a caballo entre la vida pública y los espacios privados:

…Dame mil besos, y después un ciento;

luego otros mil seguidos, después ciento. Luego, cuando hecho habremos muchos miles, los turbaremos, porque no sepamos,

o no pueda aojar algún malvado

cuando sepa qué tanto había de besos. (4)

Los romanos se besaban y; como ellos, seguramente lo harían muchos pueblos que se habían asimilado al vasto Imperio. Los ejemplos son tan abundantes que tiene poco mérito buscar en aquellos siglos más indicios de esta costumbre. Vayamos a otra época, por ejemplo, al primer Siglo de Oro español, que goza de una extendida fama de puritanismo costumbrista y represión religiosa. En el Jardín de Venus(conocido manuscrito de textos eróticos que fue compilado a finales del siglo XVI), hay varias ilustraciones sobre los besos de amor. Para nuestra admiración, nos encontramos con fobias y manías similares a las nuestras: los besos entre casados no tienen gracia alguna; inclusive pueden causar suspicacias entre los esposos. Predomina la idea de que los besos son parte de la lucha entre los amantes; ellos pretenden conseguir el favor de las muchachas y ellas se resisten solamente lo necesario para cumplir con el decoro. Los besos son, como señalan los siguientes textos (una glosa y un soneto), el condimento ausente en el matrimonio que lleva una sexualidad rutinaria y tiene todo aparejado.

Fáltales en la cama a los casados

el comenzar por burlas imperfectas,

aquellos dulces besos medio hurtados

que allí se suelen dar por indirectas,

aquel andar asidos y abrazados,

ora tocalle el muslo, ora las tetas,

y el prolijo durar en la batalla,

“y aquél poder él más y derriballa”.

Primero es abrazalla y retozalla,

y con besos un rato entretenella.

Primero es provocalla y encendella,

después luchar con ella y derriballa.

Primero es porfiar y arregalla,

poniendo piernas entre piernas della.

Primero es acabar esto con ella,

después viene el deleite de gozalla.

No hacer, como acostumbran los casados,

más de llegar y hallarla aparejada,

de puro dulce, creo, da dentera.

Han de ser los contentos deseados;

si no, no dan placer ni valen nada;

que no hay quien lo barato comprar quiera.

No hay quien lo barato comprar quiera. La lección de Ovidio no tiene desperdicio (ni caducidad). Los poetas de El jardín de Venusinsisten en algo que sabemos todos de manera un tanto perversa: el placer es inversamente proporcional a la resistencia que logra vencer la porfía del amante. La vida conyugal está completamente marginada de las delicias amorosas. Lo confirma el yo del siguiente soneto, quien no cabe en sí de la furtiva alegría que gozó recién y, no habiendo mejores interlocutores de su dicha que los inertes testigos de la hazaña, echa mano del viejo recurso que proporciona la prosopopeya (id est, ficta personae inductio) para pedir su opinión a la cama y a la noche sobre la conducta veleidosa de su “dulce enemiga”:

¡Oh dulce noche! ¡O cama venturosa!

Testigos del deleite y gloria mía,

decid qué os pareció de la porfía

de aquella dama dulce y amorosa.

¡Cómo se me mostraba rigurosa!

¡Cómo dentre mis manos se salía! ¡

Cómo dos mil injurias me decía,

la dulce mi enemiga cautelosa!

Pero, ¡cómo después me regalaba

cogiéndome en sus brazos amorosos,

y abriendo aquellas piernas delicadas!

¡Con qué suavidad se meneaba!

¡Qué besos que me daba tan sabrosos!

¡Y qué palabras tan azucaradas!

“Lo que las mujeres dan, a menudo lo dan a pesar de ellas mismas”, decía Ovidio con el dejo de cinismo que le gustaba exhibir. En vez de clamar, como pedía el poeta latino a quienes con su arte amatoria habían alcanzado la proeza de doblegar a una amazona, “Nasón fue mi maestro”, el poeta español no se acuerda de formular divisas ni de colgar exvotos, está deslumbrado.

También encontrarnos, en esta antología, manifestaciones de oralidad como la que el engolosinado Caculo nos relataba en los endecasílabos falecios que citamos arriba. No hay duda de que los paradigmas dominantes en el Jardín de Venusfueron los elegiacos latinos y, por supuesto, el quejumbroso Veronés:

Bésame, espejo dulce, ánima mía,

bésame, acaba, dame este contento,

y cada beso tuyo engendre ciento,

sin que cese jamás esta porfía.

Bésame cien mil veces cada día,

porque, encontrando aliento con aliento,

salgan de aqueste intrínseco contento

dulce suavidad, dulce armonía.

¡Ay, boca, venturoso el que te toca!

¡Ay, labios, dichoso es el que os besa!

Acaba, vida, dame este contento,

y dame ya ese gusto con tu boca.

Bésame, vida, ya, si no te pesa,

aprieta, muerde, chupa, y sea con tiento.

No imaginemos el aliento pestilente de la sirvienta con quien una dama principal engañó al lujurioso Arcipreste de Hita. Existían perfumes bucales. El “agua de ángeles” o las pastillas de alcorza (que podían llevar olor a violeta, anís o nardo) eran los más usuales. Y había blanqueadores para los dientes y cera con color y aroma para realzar la frescura de los labios. Aunque, ya entrados en gastos, es muy probable que la naturaleza domeñara las repugnancias de la cultura y desvaneciera los escrúpulos de los señores más encopetados. Después de la lección del best sellerDesmond Morris (El mono desnúdo, 1967) y observando la gran cantidad de adulterios, lenocinios, barraganías, amancebamientos, concubinaros o simples encuentros de cantón, cabría pensar que estos olores fisiológicos a menudo les sirvieron de acicate a los españoles de la más alta alcurnia.

El beso también fue en esos años auriseculares el símbolo de lo que ocurría entre los amantes y de lo que debía evitarse para no caer en la esclavitud del amor. Ningún texto más ilustrativo que el soneto de Góngora “La dulce boca que a gustar convida / un humor entre perlas destilado…!”. Está facturado a imitación de otro que hizo Torcuato Tasso y trae una advertencia que algunos autores consideran continencia postridentina pero que no es otra cosa que el juego cortesano, renacentista, de temer previamente lo que se está deseando:

amantes, no toquéis, si queréis vida;

porque entre un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado,

cual entre flor y flor sierpe escondida.

No os engañen las rosas, que a la Aurora

diréis que. aljofaradas y olorosas,

se le cayeron del purpúreo seno…

Los besos son “manzanas de Tántalo” y, al final, del amor sólo queda en el alma el veneno. Un tópico que en nuestros días se conoce perfectamente: I never fall in love again... Como le ocurrió a la chica de esa candorosa letrilla en la cual se quejaba con su madre de haberle permitido a Perico que la besara -porque “en Francia se usaba”- y quedar luego irremediablemente enamorada (“¿Por qué me besó Perico? / ¿por qué me besó el traidor? ….”). Lo cierto es que dio más de un beso. Lo explicaba una letrilla que contrahizo con malicia o, mejor dicho, con realismo, lo que, en efecto. hizo Perico en aquel “villancico de amiga”:

Porque me besó Perico,

Porque me besó el traidor,

Que estando madre dormiendo,

de lo cual soy arrepisa,

le sentí estar desvolviendo

las faldas de mi camisa…

Porque me besó Perico,

Porque me besó el traidor

y estando así como os digo.

desque dormida me vio,

me tentó bajo el ombligo

todo cuanto Dios me dio;

pues ¿cómo queréis que yo le pueda tener amor? Porque me besó Perico,

Porque me besó el traidor,

Porque con mil osadías

revolvió poco a poquito,

sus piernas entre las mías

hasta que me dio en el hito:

es mi dolor infinito.

Porque me besó Perico,

Porque me besó el traidor,

Que, como se meneaba,

más se mostraban sabrosos

dos mil gozos que me daba

como azúcares sabrosos.

Diome unos besos zumosos,

que jamás pierdo el sabor.

Porque me besó Perico,

Porque me besó el traidor.

Si después de tantos besos los historiadores no se han convencido de que se trata de una costumbre extendida a lo largo ya lo ancho de Occidente; si aún alegan que no formaba parte de los arrumacos semipúblicos de las parejas, vaya el ejemplo supremo de que el beso se daba y se hurtaba, a guisa de anticipo, como lo seguimos haciendo nosotros sin tener en cuenta el ejemplo del cine. Recordemos aquella escena en que la princesa Micomicona va a ser rescatada por el enjaulado don Quijote. La trama, urdida por el cura y el barbero para rescatar a don Alonso, está a punto venirse a tierra por la impertinencia de Sancho, que la vio besándose con uno de sus acompañantes:

– No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! -respondió Sancho-; sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no es más que mi madre; porque a ser lo que ella dice, no se anduviera hocicandocon de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.

Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos -lo cual había visto Sancho pareciéndole que aquella desenvoltura más era de una dama cortesana que de reina de tan gran reino-, y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fue diciendo:

-Esto digo, señor, porque. si al cabo de haber andado caminos y carreras, y pasado malas noches y peores días, ha de venir a coger del fruto de nuestros trabajos el que se está holgan-do en esta venta, no hay para qué darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos. (5)

La reprimenda que recibió el pobre labrador por su lenguaje descomedido fue terrible, pero su intromisión nos entreabrió un espacio de la vida cotidiana. La dama se “andaba hocicando” “a vuelta de cabeza” y en todos los rincones. Si después de estos ejemplos los historiadores “ultracorrectos” siguen hallando diferencias entre los besos antiguos y los besos de hoy; si siguen pensando que los besos son el patrimonio de nuestro siglo que los tomó del cine y de la televisión, sólo podríamos contestarles con la frase de Marco Tulio Cíceron: el exceso de justicia es suprema injusticia(6).

  1. Paul Veyne, La elegía erótica romana, FCE, México, 1991.
  2. Being there, dirigida por Al Ashbi, 1979.
  3. Cayo Valerio Catulo, Cármenes, traducción de Rubén Bonifaz Nuño, UNAM. México, 1979, p. 5.
  4. Op. cit, p. 4.
  5. Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo… , 1, 46.
  6. Cicerón, De Officiis, 1, 10, 36. Literalmente dice “Summum jus, summa injuria”.

Lee la nota original en: Revista de la Universidad de México