Rosario Castellanos. Un ensayo recuperado

La escritora mexicana murió el 7 de agosto de 1974, hace 45 años. La recordamos con un ensayo inédito del que Gabriela Cano y Andrea Reyes, especialistas en la obra de Castellanos confirmaron la autoría.

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Años atrás, entre los papeles del narrador y poeta Efrén Hernández, encontré este ensayo de Rosario Castellanos (1925-1974): se trata de un original mecanográfico de seis cuartillas sobre Gabriela Mistral, artículo que no aparece en Juicios sumarios (1966), Mujer que sabe latín (1973) o El mar y sus pescaditos (1975), sus colecciones de prosa crítica, ni en el tomo primero de Mujer de palabras: artículos rescatados de Rosario Castellanos (2005), y que tampoco es registrado por Aurora M. Ocampo en el Diccionario de Escritores Mexicanos, por lo que pude presumir su condición de inédito.

Junto con Marco Antonio Millán, a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta dirigía Efrén Hernández la revista América, y podría ser que el ensayo le haya sido entregado para su publicación y que él lo traspapelara.

Consultadas al respecto Gabriela Cano y Andrea Reyes, especialistas en la obra de Castellanos, confirmaron entonces la paternidad (o maternidad) del texto y compartieron la sospecha de que el ensayo fuera inédito. Andrea Reyes, incluso, planeó incluirlo en alguno de los dos tomos restantes de Mujer de palabras… pero esto no ocurrió, el ensayo volvió a traspapelarse, esta vez en las oficinas de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta.

Gabriela Cano, que prologó Sobre cultura femenina —editado por el Fondo de Cultura Económica—, situó esa revisión que emprende Rosario Castellanos de la obra de Mistral en el marco de los encuentros y desencuentros entre la escritora mexicana y la poeta chilena, quien recibiera el premio Nobel de Literatura en 1945. (Alejandro Toledo).

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El Ensayo

La obra de arte se realiza conforme a reglas, exige un dominio técnico, es producto de un trabajo. Pero este aspecto sórdido permanece, debe permanecer, oculto ante los ojos del espectador, deslumbrados por la contemplación del milagro.

Sólo al crítico le es dado el dudoso privilegio de la curiosidad para que busque tras la apariencia la ley y desarme las formas para aprender su mecanismo y sorprenda la fatiga y el jadeo del artífice.

Pero hay obras en las que la magia es tan eficaz, el embrujo tan persistente, que nos medimos con ellas, una y otra vez, en un duelo sin tregua y sin desenlace; interrogamos a la esfinge y no entrega su secreto. En esta categoría coloco los libros de Gabriela Mistral.

Mucho se ha escrito acerca de ella, pero casi todo en tesitura ditirámbica. La nube de incienso en que se envuelve su figura releva, a los manejadores del incensario, de la obligación de estudiarla, de comprenderla, de explicarla. Otros encuentran méritos en cualidades que no son más que humanas, como el sentimiento maternal o algún rasgo conmovedor de su carácter y no conceden a sus poemas sino la importancia que las anécdotas tienen para ilustrar las biografías. Por último, hay quienes, queriendo hacerse pasar por originales, recurren al vituperio. Ya se sabe que ésta es la máscara más vulgar de la ignorancia.

La esencia de Gabriela está allí, inasible. A pesar de la lectura y la relectura de sus libros, algo se escapa, se hurta, no a la sensibilidad estética, no a la admiración, no a la adhesión entrañable que el arte nos arranca para sus criaturas, sino a la lucidez, a la calificación racional.

Es difícil aproximarse con el bisturí del análisis a lo evidente, a lo material de esta obra. Pocos escritores tienen una maestría tan consumada, como la tuvo Gabriela, para hacer que olvidemos el instrumento del que se sirven para expresarse. En sus manos el idioma, el poema, pierden la rigidez, se hacen de fuego como el espíritu o como el espíritu se transmutan en agua. Contradictoriamente, son también poderosos, con esa gravedad de la tierra, de los cuerpos, de los frutos. Y transparentes, para que al través suyo aparezca, resplandezca, la libertad creadora, la gracia.

Ya desde los primeros libros —Desolación y Ternura—, se anuncia la grandeza que su autora había de alcanzar. La musicalidad de los versos es fácil y a menudo se rompe en una desacertada combinación de sílabas. Las preferencias (Amado Nervo, por ejemplo), no están muy bien orientadas y no tardarán en ser sustituidas. Pero a cambio de estos defectos, ¡cuánta originalidad en los temas, qué hondura, qué auténtico fervor para interpretarlos! Cualidades que resaltan más al situar a Gabriela dentro del cuadro de la literatura femenina de su época.

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Hasta entonces la moda reinante entre las mujeres que cultivaban las letras había sido un sentimentalismo ramplón o una impúdica sensualidad. La alternativa era: cursilería o pornografía, y quienes adoptaban cualquiera de los términos del dilema ya podían estar seguras de ingresar a “esa turbamulta de aves de corral”, como las bautizó con frase poco caritativa pero exacta, el padre Gabriel Méndez Plancarte.

Para designar a Gabriela fue necesario recurrir a otro vocablo y no al ya desprestigiado de poetisa. Poeta, como Santa Teresa, como Sor Juana. El ejemplo de aquellas volvió a cobrar vigencia, aunque el temperamento y el estilo de Gabriela sea tan distinto del de las únicas antecesoras que pueden, lícitamente, equiparársele.

La Mistral no es una mística ni una doctora. Es una “mujer fuerte”, nutrida por esa carne cruda, como Rolland lo llamaba, del Antiguo Testamento.

¡Cómo resuena aquí el lamento de Job! El destino, presencia inminente, alucinante; la trágica seriedad del amor; la naturaleza, viva, sufriente; la religión —no el rito, no el pretexto retórico, el alimento del alma—, todo esto y también lo inefable está escrito en las páginas desgarradas, desgarradoras de Desolación.

Humor, el de Santa Teresa que se permitía bromas con su Dios; el discreteo ingenioso que usaba Sor Juana para hablar a los príncipes, no lo encontramos jamás en Gabriela. Sus interlocutores son otros: los niños, los animales, los objetos que nos rodean, en fin, los seres mínimos. La sonrisa de Gabriela “fue un modo de llorar con bondad”. Jugarretas llama a los poemas en los que sonríe, como queriendo restarles importancia. Pero con la sencillez se entreteje una compasión profunda, el hallazgo de las imágenes afortunadas, el rescate de las tradiciones populares. Por eso Ternura es un libro que, como la aurora, parece siempre nuevo y es siempre inmarcesible.

Libro de madurez: Tala. Igual que Desolación y que después Lagar, está dividido en secciones. A la primera la integran, casi exclusivamente, los nocturnos, género que, como el recado, frecuentó Gabriela y con modos tan singulares que se antoja declarar a los dos invenciones suyas.

Oscuridades, esas que aconsejaba el Tentador como la suprema coquetería a quienes quieren causar asombro, en vano las buscaremos aquí. La noche de Gabriela, por ser verdadera, está transida de un fuego de pasión purificadora. Y el sufrimiento tiene tal ímpetu que sobrepasa los límites de este universo de preguntas y se esfuerza por arraigar en una certidumbre definitiva, aunque ésta sea, como en el “Nocturno de la consumación”, el aniquilamiento total.

Adelante hallaremos, más que esperanzas por alcanzar la beatitud, nostalgia, “saudade” por haberla perdido. Se pierde al nacer, cuando se abandona el “topus uranos” de las esencias y se entra en la caverna de nuestra individualidad, de nuestros sentidos, del mundo.

Pero el aislamiento es una experiencia engañosa de los que no hace más que flotar en la superficie. Los que bucean más hondo descubren que la soledad no existe, que estamos ligados, unos a otros, por un origen común y por un común destino. Todos. Los hombres, los animales, las materias.

 

Ambas éramos de las olas

y sus espejos de salmuera

y del mar libre nos trajeron

a esta casa profunda y quieta:

y el puñado de sal y yo,

en beguinas o en prisioneras,

las dos llorando, las dos cautivas,

atravesamos por la puerta.

 

Gabriela no eludió la tarea del intelectual nuestro, tarea que consiste en plasmar la conciencia de su patria y de su continente. Descifradora de los enigmas de la naturaleza física y metafísica de América, entona himnos porque “suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas o la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse a estos materiales formidables”. Ahí están sus cantos al sol del trópico, a los Andes, a los maizales mexicanos, para vergüenza o aleccionamientos de los poetas “de flauta y carrizo, ya no sólo de maíz, sino de arroz y cebada”.

En los recados “que se escriben sobre el rescoldo de una poesía, sintiendo todavía en el aire el revoloteo de un ritmo sólo a medias roto y algunas rimas de esas que yo llamo entrometidas”, está lo que Gabriela misma reconoce como su dejo rural, ese tono íntimo y doméstico que no es extraño en otras literaturas pero que en la nuestra, donde las musas suelen usar corsé, resulta una innovación llena de encanto y de sorpresas.

En Lagar, último libro, las virtudes de Gabriela alcanzan su cifra más excelente y su plenitud. La flecha de las imágenes, de las metáforas, de los conceptos, da siempre en el blanco. Los matices se afinan, las intuiciones se redondean; la facultad de animar lo inerte, de personificar los seres todos, de dialogar con ellos, tiene en los poemas postreros una dimensión que ya no es puramente estética. Las palabras son las mismas con las que Gabriela nombró, desde el principio, la belleza. Pero el misterio late más allá.

 

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* Se publica este texto por cortesía del suplemento El Cultural, del diario La Razón, a 45 años de la muerte de Rosario Castellanos.

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