El estilo hawaiano

Este artículo se publicó originalmente en la Revista de la Universidad de México

Estilo

El otro día, como cualquier hombre normal, me encontré mirando con gran concentración a una mujer en la bahía de Waimea, en la costa norte de Oahu, cerca de donde vivo, rodeada por el ilimitado océano Pacífico. ¿Qué había en esta mujer en particular que atrajo mi incesante mirada?

Sonreí y me burlé de mí mismo cuando me di cuenta de que era su vestido ondulado, largo hasta las rodillas y sus zapatos caros: tal vez fuera una productora de televisión, que venía de tierra firme, supervisando a su gente que filmaba a los surfistas en las grandes olas de Waimea llamadas pin balls —fue un día con olas de 14 metros—. Ella destacaba no sólo porque estaba pálida y probablemente era una malihini, una recién llegada, sino porque las otras cincuenta mujeres a su alrededor, jóvenes y ancianas, estaban semidesnudas, descalzas, con grandes escotes y con tangas brasileñas, relucientes y doradas, considerablemente tatuadas y por lo tanto apenas visibles. La mujer con el vestido ondulado era excepcional.

Vestirse es perdonable en Honolulu, pero en otras partes de la isla puede considerarse pretencioso —la gente tiende a usar ropa informal—. Excepto en los eventos de recaudación de fondos con corbata negra y en las fiestas de celebridades que huelen traseros, una isla tan cálida no te permite ser juzgado por tu ropa o tus zapatos, lugar donde (en el césped y en la mayoría de las casas) las personas tienden a andar descalzas. Es obvio que la familia Obama pasa parte de cada año aquí porque la vida en la isla es lo opuesto a Washington: sencilla e informal. A Elvis le encantaba Hawái por ser un lugar tan relajado, y todavía se le recuerda por ser su benefactor (ayudó a financiar el Arizona Memorial en Pearl Harbor). Los lugareños siempre dicen: “qué alivio es llegar a casa en las islas”, al regresar de cualquier lugar.

¿Hawái es sofisticada? ¿Tiene alguna clase? Es como la mayoría de las islas del Pacífico, profundamente divididas por raza, etnia, grupo lingüístico, comunidad, religión y mezcla de sangre. La antigua expresión part hawaiian, al igual que la palabra mestizo, solía significar sangre mezclada. Pero en estos días, una persona con una trigésimosegunda parte de sangre hawaiana es considerada hawaiana, con derechos a una tierra gratuita y al privilegio de asistir a ciertas escuelas sólo para hawaianos. Pero en cuanto a habilidades sociales, creo que estas islas están demasiado improvisadas para reclamar cualquier refinamiento, aunque algunas personas se preocupan por intentarlo. Una sociedad que reconoce la sofisticación es aquella con una estructura social bien definida y con cosmopolitismo, elementos que la fragmentada, dividida y filistea isla de Hawái no tiene.
Un escritor étnico hawaiano en estas islas podría disfrutar de un poco de fama local. Como un haole —gringo sería un buen equivalente para esta palabra— no tengo absolutamente ningún estatus como escritor aquí. En treinta años nunca he sido bienvenido en la Universidad de Hawái ni he puesto un pie en los portales de ninguna otra universidad aquí. Nunca me han pedido que ofrezca una conferencia pública ni asistir a una firma de libros. Sólo conozco a una persona que lee mi trabajo aquí: un hombre al otro lado de la isla a quien veo de vez en cuando, mi lector solitario. Así que la vida para mí es pacífica.

“Soy escritor” [writer, en inglés], le dije a un hombre en una fiesta una vez. “¿En cuál restaurante?”
Pensó que dije “mesero” [waiter, en inglés], de los cuales hay muchos. Ser escritor aquí es absurdo. El hombre se marchó. Como no lector, no tenía nada más que decir. Una persona que usa palabras grandilocuentes sufre burlas por ser “pomposa” (en la frase en pidgin o inglés simplificado), “demasiado hiperbo, eh”. Un escritor, lo sé por experiencia, es inclasificable y, probablemente, también hiperbo. ¿A quién le importa? Muchas razas viven más o menos armoniosamente aquí, las tasas de criminalidad y de asesinatos son bajas y tenemos el mejor clima de la Tierra. En el fondo, Hawái conserva las viejas actitudes de su historia de plantación, con las divisiones y los reclamos previsibles. La verdadera unidad social de Hawái es la ohana —la familia—. Pero el espíritu de aloha es un factor unificador y la palabra se pronuncia como un acuerdo isleño para ser civil.

¿Quién tiene verdadero estatus en Hawái? Sólo el hawaiano ali’i —los nobles genuinos, con sangre real, desde tiempos antiguos—, y los veteranos, los kama ‘aina, los descendientes de las familias misioneras; no importa el dinero, sino el linaje. Algunas de las antiguas familias chinas y japonesas multigeneracionales pueden afirmar que tienen clase, y una cierta cantidad de filantropía puede hacer que te des cuenta. Todos los demás están aquí reaciamente, y se les considera “traídos por las olas”, los malihini. Después de todo, éstas son islas con un espacio limitado para moverse.

Lo más importante que se debe saber acerca de Hawái es que no se trata de un lugar sino de varios, es un archipiélago que se encuentra en el océano a 4,000 kilómetros de la masa terrestre más cercana. No tenemos vecinos y estamos sujetos a influencias mínimas. Somos un grupo de islas volcánicas altas, algunas de ellas espectaculares y deshabitadas, muchas de ellas con pueblos o aldeas, algunas muy urbanizadas, algunas de ellas desfiguradas y atormentadas por los constructores.

Hawái no es como otros lugares, ni siquiera como otros grupos de islas en el Pacífico. Ése es motivo de presunción para Hawái, pero hay más por conocer. Me encanta por su gente relajada, por la casa que construí en medio de la nada, por su sol marino, sus playas, su informalidad y su aislamiento. Sin embargo, el aislamiento puede crear distorsiones; la lejanía de Hawái ha producido sus propias formas de comportarse, rarezas en la cultura, en la lengua y en la comida. Consideremos la camisa holgada hawaiana y sus colores deslumbrantes: la mayoría de la gente posee una (o veinte) y es parte del código de vestimenta informal del exclusivo club de canoa hawaiana de Honolulu. Cuando el distinguido escritor de comida Mark Bittman visitó Honolulu no hace mucho, apareció en un programa de televisión local y se le ofreció con entusiasmo una especialidad local, que observó con alarma y mordisqueó con cautela. Era un spam musubi, un trozo de spam (jamón condimentado de lata) sobre un rectángulo de arroz blanco pegajoso, todo envuelto en una amarga cinta de algas verdes. Lo elogió —como un invitado educado— pero se podía ver cómo su garganta se elevaba. El inglés pidgin o simplificado es otra peculiaridad de las islas, un parloteo lingüístico que es teóricamente una lengua, otro resultado del aislamiento. La supervivencia de la cultura hawaiana nativa es prácticamente un milagro, dados sus años de supresión por parte de los misioneros cristianos y su vulgarización por parte del comercio turístico, pero ha sido firme y ahora florece.

Hawái tuvo una monarquía, por lo que mucha gente afirma tener títulos y hay muchos aristócratas de escalada social que no parecen darse cuenta de que la realeza en sí es anticuada y ligeramente ridícula, pero la verdadera aristocracia son los príncipes y princesas del surf y el hula. Un surfista de olas grandes es el rey de la playa y un ídolo local; un brillante bailarín de hula —mujer u hombre— es admirado por todos, por ser elegante y por tener un vínculo con el pasado antiguo.

En lugar de la sofisticación, Hawái tiene estilo. Y debido a que Hawái posee una belleza natural excepcional, es un estilo de vestimenta sencillo, descalzado, de manga corta y holgado, apto para el exterior. Hawái aprovecha al máximo su excelente clima y muchos de los matrimonios de gente adinerada a los que he asistido se han llevado a cabo en un césped o en una playa; el luau familiar es un evento familiar popular, un luau de bebé (que se celebra cuando el niño cumple un año) es un hito importante, y muchos conciertos y festivales se celebran al aire libre. La fiesta al aire libre es muy apreciada porque ofrece libertad de movimiento, por la brisa, por la luz de las estrellas, por el sonido del mar.

Después de viajar por el mundo y de residir durante años en varios países, vine a Hawái y me enamoré —primero de una mujer y luego del lugar en sí—. El amor con la mujer duró, pero mi historia de amor con Hawái ha tenido sus altibajos en los últimos treinta años; siempre me recuerda el dicho de Proust en El tiempo recobrado: “El único y verdadero paraíso es el paraíso que hemos perdido”.

Sustancia

Cuando la gente de Hawái se enteró en 2017 de la amenaza de que Corea del Norte de pronto podría desatar un ataque preventivo que destruiría nuestras encantadoras islas con un misil balístico intercontinental de ojiva nuclear, tan poderoso como las bombas que acabaron con Hiroshima y Nagasaki, fue noticia durante algunos días, las personas mayores murmuraron cosas sobre Pearl Harbor, y luego los isleños volvimos a los temas que realmente nos preocupan: el tráfico terrible, el problema crónico de las personas sin hogar, la falta de fondos para el estancado proyecto de tránsito rápido de Honolulu, el alto precio del gas y el último informe de surf —no necesariamente en ese orden—.

Después, hubo noticias más siniestras. Debido a que Corea del Norte es habitualmente torpe, la ojiva nuclear podría desviarse del rumbo y no alcanzar las islas, pero se nos advirtió que todavía estaríamos sujetos a un pulso electromagnético catastrófico (PEM), que provocaría un cortocircuito en todos los sistemas de comunicaciones del estado, satélites, microondas y televisores, “prácticamente todo lo que funciona con electricidad”. Esto sucedió el 9 de julio de 1962, cuando una bomba de 1.4 megatones fue detonada sobre el atolón Johnston y la electricidad de Hawái se fue por un día o más. Pero la posibilidad de una repetición de ese evento pesadillesco no recibió mucha atención en el estado de Aloha.

Corea del Norte está aproximadamente a 7,500 kilómetros de Hawái (y, curiosamente, Washington D. C. está casi a la misma distancia), pero el problema de las personas sin hogar está en nuestra propia calle, principalmente en Oahu, donde vivo: cuarenta campamentos sólo en el icónico Diamond Head, tiendas de campaña y chozas en la aceras que bordean la carretera Nimitz, visibles para los turistas que vienen del aeropuerto, quienes pueden confundir el panorama con algo que recuerdan de una visita a Bombay. Una gran proporción de ellos son lugareños (“No somos vagabundos, no tenemos hogar”, me explicó un hombre harapiento); algunos provienen de tierra firme y muchos son micronesios expulsados de las islas radioactivas y de los atolones tóxicos que arruinamos probando bombas; viven como refugiados en los parques y bajo los puentes de Oahu.

El proyecto ferroviario de Honolulu, que se discutió en 1991 y luego se descartó por ser demasiado caro, comenzó nuevamente hace dos años, y ahora que partes de él existen como el fragmento palpable de una buena idea, pronto se quedará sin dinero. La legislatura del estado no puede idear un plan para conseguir los miles de millones para terminarlo y, entonces, ahí queda, extrañamente rígido e incompleto, un viaducto fantasma desconectado y suspendido sobre los embotellamientos y los barrios bungaloides de Oahu. Y hablando de bungalós, Hawái tiene los precios de vivienda más altos de toda la nación.

Oahu es la más urbanizada de las siete islas habitadas y la más poblada: de los aproximadamente 1.5 millones de personas en el estado, casi un millón vive aquí. En el archipiélago hawaiano las islas son distintas, cada una con sus propias peculiaridades y ansiedades. Maui es turística; Kauai es un modelo de planificación cívica y resistencia para los constructores; Lanai, que fue alguna vez una plantación de piña, ahora es un destino turístico y toda la isla es propiedad del multimillonario estadounidense Larry Ellison; Molokai es en gran parte una tierra de haciendas; La Gran Isla es espaciosa, diversa, con volcanes activos que aún arrojan lava y está creciendo; la pequeña isla de Niihau es propiedad privada de la familia Robinson y culturalmente hawaiana nativa. Todas estas islas tienen diferentes prioridades, pero se unen en su amor por el hula, los deportes de escuela secundaria y su ardiente provincialismo.

Es extraño que Hawái sea provinciana, porque está llena de bases militares y más de 50,000 soldados estadounidenses. Uno pensaría que tales guerreros son nuestro vínculo con el conflicto internacional, con el Lejano Oriente, con Afganistán, Irak y otros lugares, porque los soldados tienen una historia que contar. Pero mantienen la cabeza baja. Sus cónyuges se pueden ver en la playa con sus hijos pequeños, madres solteras sobrellevando su último viaje y rezando para que termine.

En la última elección presidencial hubo algunos letreros a favor de Trump, pero Hillary ganó en Hawái. Pero ¿y qué? Estamos tan lejos en el mar que la elección presidencial ya está decidida en el momento en que se cuentan los votos de Hawái. Washington D. C. es distante y, en su mayor parte, somos ignorados y aislados, en el significado preciso de la palabra: isleños. Adoptamos el punto de vista tradicional chino: “El cielo es alto y el emperador está lejos”. A pesar del alto costo de la vida, predominan la petulancia y la personalidad alegre, y hasta que nos despierte un ataque con misiles por parte de Corea del Norte, la mayoría de la gente continuará repitiendo el mantra local “por suerte vivimos en Hawái”.

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