Cuestiona el Gobierno la filosofía positivista
Los años 1880-81 marcan la crisis del positivismo mexicano, el cual sufre los dos más rudos ataques en su contra: la polémica en torno al texto de lógica en la Preparatoria, y el proyecto de ley de instrucción pública conocido como el Plan Montes.
Las acometidas procedían de los viejos políticos liberales, quienes se auxiliaban de los argumentos católicos, amparándose con la bandera de la libertad de conciencia, tan consagrada.
Los positivistas en el asunto del texto de lógica fueron Gabino Barreda, Francisco Díaz Covarrubias, Rafael Ángel de la Peña, Leopoldo Zamora, Jorge Hammeken, Francisco G. Cosmes, Telésforo García y Porfirio Parra. Justo Sierra los defenderá contra la ofensiva del Plan Montes.
En una circular del 14 de octubre de 1880, el ministro Ignacio Mariscal expuso las razones que asistían al gobierno para repudiar la adopción de la lógica positivista de Alexander Bain como texto preparatoriano y substituirla por la krausista de Guillaume Tiberghien.
Ya antes, una junta de profesores de la Preparatoria había atacado al texto de Bain imputándole tres cargos capitales. Primero, que abogaba por un sistema corruptor que niega la posibilidad de una vida de ultratumba; segundo, que era anticonstitucional porque implicaba un ataque a la libertad de conciencia, y tercero, la opinión pública lo había condenado.
Bain es positivista, dice el ministro Ezequiel Montes. El positivismo es un dogma en cuanto afirma que «no puede haber certidumbre alguna respecto a las cuestiones del orden moral, la existencia de Dios, la del alma, los destinos futuros del hombre».
Tiberghien, en cambio, es liberal y espiritualista. Sus ideas son combinables con la creencia en Ia inmortalidad del alma, con un orden moral, con la libertad, con la fe en Dios.
Que el positivismo sea o no la verdad filosófica, que sea o no el sistema más a propósito para el adelanto de las ciencias, son cuestiones ajenas al gobierno; su obligación verdadera consiste en vigilar que no sean atacados los derechos del ciudadano.
En defensa de la Preparatoria
En abril de 1881 el ministro Ezequiel Montes publicó su proyecto de Ley Orgánica de Instrucción Pública, que no sólo consagraba la crítica contenida en la Circular de Mariscal, sino que iba enderezado a modificar, en la orientación fundamental, el sistema inaugurado por Barreda.
Justo Sierra le salió al paso para atajarlo. El maestro fundador Barreda había muerto. Aprovechó Sierra la ocasión para lucir la oratoria en un discurso de cuerpo presente. «He aquí el terreno firmísimo en que las verdades que nadie niega, forman una masa de granito donde el sol refleja sus rayos más puros; desde aquí bajarán al mundo la concordia y la vida». Tal era, según Sierra, el mensaje de Barreda.
El orador hacía suya la doctrina de paz del positivismo. Barreda era una especie de San Pedro del positivismo mexicano, «Iglesia, cuya piedra angular en México fue su inteligencia. Babel, adonde Dios, es decir la verdad, ha bajado para reunir al disperso género humano con los vínculos de un lenguaje solo, el lenguaje universal de la ciencia» (discurso, marzo 11, 1881).
Al mes siguiente, en sesión de la Cámara de Diputados el 2 de abril, la comisión –formada por Ezequiel Montes, Manuel Payno, Ignacio Cejudo, Francisco Vaca y Cástulo Zenteno– presentó el dictamen sobre el proyecto de presupuesto de egresos.
Sierra y los diputados positivistas debieron sentir el temor del sacrilegio, al enterarse de que «la comisión, o al menos la mayoría, o en el último caso el presidente de ella, estaba decidido a consultar a la Cámara la supresión de la Escuela Nacional Preparatoria».
En el dictamen se decía que «si para algo sirve la observación y la experiencia, ésta nos enseña que tales establecimientos –además de la Preparatoria se quería la eliminación de Agricultura y Artes–, mientras no se regulen de una manera conveniente, no podrán desempeñar el objeto para el que fueron creados. Si el sistema que domina en el plan de estudios y sus reformas es el escolar, de nada sirve la Preparatoria. Es una especie de garita donde se detiene el alumno cinco años al cabo de los cuales piensa en dedicarse a una carrera especial, o a ninguna».
Los miembros de la comisión de egresos preguntaban a la Cámara: «¿No es más llano, más sencillo, más consecuente con el fondo del pensamiento que dominó en la ley, el que cada estudiante sin perder el tiempo se decida por la profesión que ha de adoptar y encuentre en su escuela especial la enseñanza necesaria?”
El ministro del ramo, decían los miembros de la comisión, presentará en breve una iniciativa de ley que corrige los defectos del sistema vigente, y es de esperarse que, discutida como es debido, se logre ese fin. Se referían al Plan Montes.
Presenta Justo Sierra, en 1881, su proyecto de universidad
En La Libertad, febrero de 1881, Justo Sierra publicó el proyecto de universidad, coincidiendo con el momento en que el positivismo sufría las impugnaciones procedentes de altos funcionarios del gobierno. Mientras vinieran de los católicos «la cosa no era tan grave. La principal intención de dar a conocer el proyecto universitario antes de su presentación a la Cámara, fue suscitar un ambiente de opinión que influyera favorablemente en los debates. El objeto de la publicación era recoger opiniones que sirvieran para perfeccionar el proyecto.
Cinco días después de la presentación del dictamen de la comisión de egresos y sin esperar el fin de la discusión periodística suscitada por Sierra, éste se precipitó, sin anteponer una sola palabra expositiva de motivos, a presentar oficialmente sus iniciativas (sesión del 7 de abril, 1881). Era la contraofensiva que se anticipaba al Plan Montes, cuya orientación antipositivista no era secreto para nadie.
Si Sierra quería universidad, la querría positivista. Si en ella quería salvar a esa doctrina, querría a la nueva institución independiente desde el punto de vista académico; si, en fin, quería que el positivismo continuara gozando del favor oficial, querría que la universidad formara parte del gobierno. Pues bien, el proyecto de Sierra responde con precisión a estas tres vitales exigencias. El artículo 70 consagra la adopción del positivismo como doctrina básica de la instrucción universitaria; el artículo 20 declara la emancipación científica de la proyectada universidad, y el artículo 60 enuncia cuáles habían de ser los lazos que la estructurarán dentro de la administración pública. Tales eran las bases del edificio universitario ideado por Sierra; pero la más importante y novedosa, la que en verdad había inspirado la exhumación del cadáver universitario, era, sin duda, la emancipación científica de la instrucción: solamente así el positivismo estaría en lo sucesivo a salvo de las arbitrariedades políticas.
La lectura de la polémica que sostuvo Sierra con Enrique de los Ríos en torno al proyecto universitario no deja duda acerca de ello. Objetaba De los Ríos que el proyecto era contradictorio. La universidad de Sierra, decía el articulista, tiene por objeto emancipar la instrucción superior; con tal afán se llega hasta dotarla de personalidad jurídica; pero, por otra parte, se concede al gobierno el derecho de intervenir en la marcha universitaria.
Sierra contestó (La Libertad, marzo 5) que sí, que la emancipación sólo podía alcanzar a lo que atañe a la propagación científica, asunto de la competencia exclusiva de los técnicos. Aclaró que la intención del proyecto es «librar a la instrucción de los peligros accidentales», que califica de recaídas teológicas.
Pero esto, agregó Sierra, no significa que la universidad y el Estado sean extraños: ambos gravitan hacia un mismo ideal, de tal suerte que entre los dos debe existir una estrecha conexión. Contestando en otro artículo (La Libertad, marzo 25) las insistencias de su opositor, aclaró Sierra que su ideal sería la autonomía universitaria. Semejante meta, sin embargo, no puede alcanzarse de buenas a primeras: hay que ir por pasos contados. Hasta ahora el Estado, dijo Sierra, ha ejercitado la patria potestad sobre la instrucción superior; su poder llega al extremo de imponer textos contrariando la opinión de los profesores (alusión a la polémica sobre el texto de lógica en la Preparatoria); la evolución consiste en dar un primer paso, y a eso se contrae su proyecto universitario.
En efecto, continuó Sierra, al mismo tiempo que se consigue la emancipación científica, «que es la base de mi proyecto», se admite una intervención oficial mínima, pero necesaria dadas las circunstancias. El Estado tiene derecho de veto suspensivo respecto a reformas; tiene facultades de hacer observaciones en el nombramiento de profesores, y tiene, por último, derecho a vigilar la marcha de la institución. Eso es todo, y no hay, por consiguiente, incompatibilidad radical entre la emancipación científica consagrada en el proyecto y la intervención gubernamental concedida en el mismo. «Mi proyecto –había dicho en el primer artículo– no será bueno, pero es el único posible, el oportuno en este momento de la historia de nuestro país».
La Universidad, la tradicionalmente enemiga del progreso y de la ilustración conforme a la consigna política, daba muestras de resucitar en el seno del partido liberal triunfante. Su nombre se invocaba como única posibilidad para que pudiera continuar la marcha de las luces. En la intimidad de las convicciones de quien entonces quiso desenterrarla, era tabla de salvación doctrinal y arbitrio de defensa de los nuevos intereses políticos que le habían crecido al viejo liberalismo. Tal es el secreto del proyecto universitario de 1881; proyecto, en suma, de salvación del positivismo mexicano.
El Plan Montes de Instrucción
A poco de la publicación del proyecto universitario, aparecía el de la Ley Orgánica de lnstrucción Pública, respaldado con la firma del ministro Ezequiel Montes. Se siguió el mismo camino elegido por Sierra, en cuanto que la iniciativa se publicó (abril de 1881) antes de su presentación oficial a la Cámara (sesión de 19 de septiembre 1881).
Este documento es del más alto interés para nuestra historia intelectual, no sólo porque contiene la ofensiva más seria dirigida contra el reinado del positivismo mexicano, sino además porque tiene una interpretación oficial de la historia de México, que por vez primera presenta el pasado colonial como algo valioso y nuestro. La edad de tinieblas quedaba oficialmente absuelta de su oscuridad y legalmente reinstaurada como parte viva del ser histórico mexicano, contra la tradición que veía en ella una mentira y pesadilla que era necesario repudiar y olvidar. Montes hablaba del «soplo regenerador de la civilización cristiana».
La orientación religiosa de las escuelas coloniales era perdonable y natural; era preciso, decía el ministro, «reconocer el gran mérito» de los educadores novohispanos, y concluía:
«El gran movimiento (educativo) iniciado a los pocos años de consumada la conquista, no se detuvo en los tres siglos de la dominación española», pues debía admitirse que «la instrucción pública estuvo en constante progreso durante el periodo colonial».
Lo mismo opinaba respecto a los diversos ensayos republicanos. Montes no condena los sistemas educativos de los gobiernos centralistas; para el plan de estudios de 1843 tiene palabras de alabanza, si bien critica, en lo político, al régimen que lo implantó.
Todo es marcha ascendente, todo es progreso. Llega, por fin, al ensayo positivista de 1867. Éste representó un paso hacia adelante. La experiencia, sin embargo, mostró la necesidad de reformas. Quedaron éstas consagradas en el nuevo plan de 1869. Este nuevo sistema también adolecía de gravísimos defectos que debían corregirse, lo cual se proponía el ministro con su nueva Ley Orgánica de la Instrucción Pública. Creía Montes que los sistemas de 1867 y 1869 habían exagerado «los vicios de que efectivamente adolecía la antigua instrucción universitaria y que por eso «se fue a dar al extremo opuesto, eliminando por completo los estudios filosóficos que se consideraron como enteramente inútiles en la enseñanza, como indignos de figurar en el cuadro de la instrucción pública”.
Montes sacaba consecuencias gravísimas para el futuro. «¿Cuál será el porvenir de la nación si la clase más instruida carece de moral y toma por norma de sus actos la pasión, el interés y el egoísmo?» Hay peligro de que estos hombres lleguen al poder y, haciendo «befa y escarnio de las instituciones democráticas», nieguen la existencia de los derechos imprescriptibles en que se fundan, y que consideren fábula la libertad humana, base de las responsabilidades, de la virtud y del patriotismo. El positivismo no es semillero de héroes; produce hombres que no saben distinguir entre el bien y el mal y que «califican de abstracción metafísica la idea de patria». El proyecto de la nueva Ley Orgánica de Instrucción Pública corrige todo eso.
Fueron dos los proyectos de universidad
La mayoría de las obras que tratan sobre la historia de la Universidad, hacen hincapié en el proyecto de ley de creación de la Universidad, que Justo Sierra presentó al Congreso en calidad de diputado federal en 1881. Dicho proyecto, como tal, no tuvo por entonces éxito material.
De los esfuerzos de 1881 surgieron no uno sino dos proyectos de creación de una Universidad Nacional. Esto se desprende de la lectura de las Obras completas de Justo Sierra, en lo que se refiere a sus trabajos sobre la Universidad, aunque en algunas fuentes secundarias se omite aclararlo.
Quizá más que un error de omisión, se trate de uno de apreciación, ya que por otro lado los textos de estos proyectos son casi iguales, aunque no idénticos.
La confusión, en algunos casos real y en otros sólo aparente, puede quedar resuelta de la siguiente forma:
a) Hay dos proyectos en 1881 que son casi iguales.
b) El primero, que según las Obras completas, tomo VIII fue turnado del periódico El Centinela Español con fecha del 10 de febrero de 1881, corresponde al que algunos autores mencionan como presentado ante una comisión especializada el 11 de febrero del mismo año. Sin embargo, de acuerdo con el erudito estudio de O’Gorman, Justo Sierra publicó este proyecto por primera vez en febrero de 1881 en un periódico que el mismo dirigía: La Libertad.
c) El segundo de ellos, presentado al Congreso con el apoyo suscrito de las diputaciones de los estados de Veracruz, Aguascalientes, Jalisco y Puebla, tiene fecha del 7 de abril de 1881.
d) Según las anotaciones de Agustín Yáñez al tomo VIII (cfr. Los debates de la Cámara de Diputados. Décima Legislatura Constitucional de la Unión t. 11, México, 1881 p. 289): Las comisiones no rindieron dictamen, el asunto quedó en suspenso hasta la nueva promoción de 1910 hecha por el mismo autor, pero en términos bien diferentes.