Las enseñanzas de Svetlana

La periodista Svetlana Aleksiévich obtuvo el Premio Nobel de Literatura 2015 por una obra cronística que ha recuperado las voces de las víctimas en el mural de las grandes tragedias del pueblo ruso desde la Segunda Guerra Mundial hasta la caída de la vieja URSS

Svetlana

I

Cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Aleksiévich, era prácticamente una desconocida fuera de Rusia.1 Y descubrir su literatura nos fulminó. Los intelectuales, escritores, reseñistas y periodistas empezaron a hablar de ella y de sus libros, y no hubo suplemento o revista cultural que no la considerara. Y sin embargo, es evidente que, con todo y que así sucedió, pocos la han leído. ¿Por qué es evidente? Porque lo que hacen es recitar algunos pasajes de su vida y su (breve) lista de libros publicados, principalmente tres: el de las mujeres soldados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial,cuya participación desapareció de la historia oficial (La guerra no tiene rostro de mujer); el de los jóvenes soldados que murieron en Afganistán, una guerra de la que no se informó a la población (Los muchachos de zinc), y el de la explosión en la central nuclear de Chernóbil, cuyas consecuencias y secuelas fueron silenciadas (Voces de Chernóbil). Recientemente (porque apenas se lo tradujo después del premio), se ha agregado el libro que se refiere a la caída del socialismo en esa región del mundo (El fin del “Homo sovieticus”).
Pero además es evidente, porque al hablar de los libros, solamente describen su contenido, que consiste en reproducir las voces de personas comunes y corrientes en situaciones de extremo sufrimiento en lo que fue la Unión Soviética y contarnos algo de lo que la propia autora dice cuando explica su obra.

Pero ojo: esta no es una acusación. Y no lo es porque la verdad es que resulta imposible leer a Svetlana Aleksiévich. Simple y sencillamente no se puede soportar. Sus libros son ladrillos de muchas páginas, cada una de las cuales da cuenta de las desgracias, de las tragedias, de los dolores y de los horrores, sin ningún momento feliz, ni siquiera medianamente suave. No hay una línea, una página, que no dé “latigazos al cuerpo y al alma”, como dice Marco Antonio Campos de cierta poesía, y que no nos deje “sin hallar refugio en medio de la tempestad incesante”.2
Esto es así porque precisamente es lo que se propuso Aleksiévich: “Tenía que escribir libros que hicieran sentir náuseas al lector, que no permitieran justificar nada”.3
Y vaya que lo logra.

Pero lo logra, al mismo tiempo, con esa paradoja que describe Carlos Pardo, según la cual cuando se va tan lejos en eso de narrar lo indecible, se provoca la anestesia y todo termina volviéndose abstracto.4

La autora lo sabe, pero no quería ni podía hacerlo de otra manera. No solamente por sus propios objetivos, sino porque viene de una tradición que siempre puso al sufrimiento en el centro de la literatura. Este es, en palabras de sus propios escritores, “el alma rusa”. Allí están para dar fe de esta afirmación Pushkin y Gógol, Tolstói y Dostoievski, Pasternak y Nabókov, Solzhenitzyn y Shólojov, Brodsky y Grossman y tantos y tantos más. Como la poeta Marina Tsvietáieva que escribe de su “miedo a llegar y no encontrar vivo a nadie de su familia”, de sus ires y venires en trenes que recorrían distancias imposibles para buscar “algo de mijo o de manteca”, de los inviernos terribles en la buhardilla de lo que había sido su casa, a la que subía a tientas en la oscuridad porque no había luz eléctrica y los vecinos habían cortado a hachazos la madera de las verandas para calentarse.5
Pero Aleksiévich viene también de otra tradición: la de las grandes sagas que se proponen dar la historia completa, con todos sus personajes y todas las situaciones posibles. Ese es su objetivo y su esfuerzo en cada uno de sus libros.

Y por fin, Aleksiévich viene de una tradición más: la que tiene la voluntad de enseñarnos algo, y este algo es siempre de tipo moral. Estas son las tradiciones más profundas y acendradas en la poesía, la narrativa, la música y el arte rusos. Y la obra de esta autora se coloca dentro de ellas, con las mismas obsesiones y propósitos, por lo que forma parte inseparable de la gran literatura rusa.

II

Por lo que se refiere a su método, Aleksiévich forma parte también de una larga tradición, la de “no escribo, transcribo” que así explica Tsvietáieva: “Taquigrafía de palabras escuchadas y registradas al instante, voces de gente de cualquier clase y cualquier origen, gente que habla en un tren o en una oficina sórdida o en el funeral de alguien que se ha ahorcado, voces que nos llegan como si nosotros las estuviéramos escuchando y también como si sonaran en la conciencia febril de quien no puede dejar de poner oído ni de fijarse en todo”.

Este modo de escribir ella lo lleva sin embargo hasta el extremo, hasta dedicar diez años a preparar un libro porque quiere poner sobre el papel cada inflexión y acento y pausa, y registrarlos exactamente como son, sin su intervención, objetivo por supuesto imposible, pues al transcribir, necesariamente se ordena y organiza, recons – truye, dosifica, se le da forma y consistencia a las palabras recogidas.6 Pero eso no quita que esa sea su voluntad y a eso apunte su esfuerzo, aunque resulte de suyo imposible.

Y es que Aleksiévich se considera a sí misma periodista, es decir, alguien que recoge los testimonios de otros sin inventar ni ficcionar nada, pero precisamente por dicha imposibilidad, hay quienes insisten en considerar novelas a sus libros,7 algo que definitivamente no son.

III

Además de insertar a la escritora en la tradición literaria de su país y de aclarar la clasificación genérica en la que cabe su obra, hay dos preguntas que me importa responder: una, ¿qué dio origen a las obsesiones de esta autora? Y dos, ¿qué podemos aprender de sus textos? Por lo que se refiere a la primera, basta recordar que al comenzar el siglo XX, los rusos hicieron una revolución, que cambió, de la noche a la mañana, lo que durante siglos había constituido su manera de funcionar como sociedad, como gobierno y como cultura. La hicieron, porque así lo decidió un grupo diri – gen te que consideraba que volverse socialista era lo mejor que le podía suceder a su país. La justificación fue, pues, que ello se hacía en aras de un futuro luminoso, aunque mientras llegaba, había que soportar un presente de brutal sufrimiento para millones de personas. Ese presente consistió en que “nos tirábamos horas haciendo cola para comprar pollos azulados y patatas podridas”;8 aceptamos el discurso oficial hecho de silencios y mentiras; no dudamos de que el poder tenía siempre razón y que lo personal no tenía importancia; aprendimos que había que olvidar las dudas y los cuestionamientos y que existía un solo código de comportamiento: “Servir, plegarse, saber en qué momento convenía soplar y a quién convenía reírle las gracias de vez en cuando. Saber a quién saludar con entusiasmo y a quién con una imperceptible inclinación de cabeza, calcular cada jugada con mucha antelación”. La vida se llenó de palabras como detención, desaparición, “disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, arresto, condena sin derecho a correspondencia, emigración”, “colectivización, eliminación de los kulaks, deportaciones de pueblos enteros”.

Pero lo más increíble fue que todos creyeron que así tenían que ser las cosas, aun aquellos a quienes les sucedían las más terribles: “Mi madre tenía al hermano preso pero decía: con Félix cometieron un error y tienen que aclararlo, pero está bien que detengan a la gente porque hay mucho marrullero por ahí”. Allí está el sobrecogedor relato de un hombre a quien mandaron al Gulag, que regresó convencido de su propia culpa y de la grandeza de Stalin y manteniendo su fidelidad a él. Pero cómo no iba a ser así, si eso fue lo que aprendieron desde muy pequeños: “Aquel hombre, el más bondadoso, el líder adorado. Competíamos para ver quién de nosotros daría más años de su vida a cambio de un solo día más de vida para el camarada Stalin”.
¿Cómo pudo suceder todo esto?

Porque “los rusos estamos hechos para creer en algo, algo elevado, sublime. Todo lo heroico nos es próximo”, explica Aleksiévich. Por eso triunfó la revolución y por eso fueron a la guerra, pasaron hambre, callaron como les dijeron que hicieran, esperaron formados en largas colas y fueron al Gulag, porque “teníamos una patria”. Y a esa patria “la amábamos y estábamos dispuestos a cualquier sacrificio por ella”: “Arrojarse delante de los carros blindados o arder en la cabina de un avión de combate, si así lo requería la patria”. “Mi Patria es Octu – bre, es Lenin, es el socialismo. ¡Amaba la Revolución! El Partido era lo que más amaba en el mundo. ¡El carnet del Partido es mi Biblia!”.

IV

Setenta años después, casi a fines del siglo XX, esos mismos rusos echaron abajo el socialismo que con tantas penurias y sufrimientos habían construido, y lo hicieron también de la noche a la mañana, trastocando otra vez todo lo que había constituido su manera de funcionar como sociedad, como gobierno y como cultura. Así fue, otra vez y como siempre a lo largo de su historia, porque lo decidió un grupo dirigente que consideraba que ese cambio era lo mejor que le podía suceder a su país. La justificación de todo fue, pues, que ello se hacía en aras de un futuro luminoso. Románticamente creyeron que para ellos empezaba una nueva vida, de libertad y hasta de felicidad: “Creíamos en la hermosa vida que nos esperaba”.

Pero no fue así: “Nuestra fantasía pecó de exceso”. La Perestroika no trajo la libertad ni la felicidad imaginadas sino que vino acompañada nada menos que de “¡el mercado!”, y con eso, “el capitalismo se nos echó encima”.

Entonces, no supieron qué hacer: “No sabíamos cómo vivir”, “no teníamos respuestas para las nuevas preguntas”, “todos los valores colapsaron”, “ya no había ideales, ya todo era hacer y ganar dinero”, “los sueños consistían en los sueños pequeñoburgueses que solíamos despreciar”, las ideas, los saberes, no valían nada, “¿a quién le importaba que hubieras leído todo Hegel?”.
La conclusión fue devastadora: “El descubrimiento del dinero fue como la deflagración de una bomba atómica”: “las calles se llenaron de gánsteres con americanas de color violeta y cadenas de oro tan largas que les llegaban a la panza”, que “mataban a la gente por dinero pero también por gusto”. “La ley de la jungla vino a sustituir a la dictadura del proletariado”. Y lo más terrible: “Hacía un mes todos eran soviéticos y de pronto, eran georgianos o abjasios o rusos”.

V

En los dos casos, en los dos cambios, en las dos revoluciones, el desastre fue total. Los ciudadanos comunes y corrientes, las personas de a pie, sufrieron hambre y cas – tigos y secuestros y desapariciones y golpizas y violencia y muerte, un mundo “ominoso y siniestro, de infortunio y arbitrariedad”, para usar las palabras de Karl Schlögel.9

Pero si el terror de la época estalinista vino del Estado, el de la era postsoviética vino de que no hubiera más Estado.

Y si en aquel tiempo, millones de personas fueron “asesinadas de manera planificada respondiendo a criterios sociales y étnicos”,10 en este, millones fueron avasallados porque dejó de existir el poderoso y omnipresente gobierno que les proveía de empleo, salud, educación, vivienda, servicios, cultura.11

Se perdieron los empleos, se dejaron de pagar los salarios, no funcionaron más los servicios, faltaron los bienes de consumo pues la crisis de producción fue brutal. Y para coronar todo este horror, la inflación hizo que los ahorros se esfumaran: “Mis noventa rublos se convirtieron en diez dólares y con ellos no había quien viviera”. La caída del imperio zarista y la caída del socialismo tuvieron un mismo resultado: que “la sociedad rusa pasó por uno de los regresos a la pobreza más brutales del mundo”, y que “décadas de trabajo honesto no los habían llevado a ninguna parte”. “Mass dispossession”, llama la socióloga Stephenson a este proceso.12

Desesperadas, las personas empezaron a inventar formas para sobrevivir: autoempleo, producir algunos bienes y servicios, intercambiar mercancías o trabajos. “Fue imperativo encontrar nuevos contactos y estructuras protectoras que les pudieran dar oportunidad”, dice Stephenson.
Todo mundo entró en la búsqueda de sistemas informales de economía y de protección social. Los parientes, amigos y conocidos se convirtieron en la única estrategia de sobrevivencia y en la única red de apoyo: “Había que navegar en esta nueva realidad y aprovechar las oportunidades que ofrecía”.

Y entre estas oportunidades, las más atractivas estaban en la delincuencia. Miles de personas, particularmente los jóvenes, formaron pandillas para aprovechar lo que se pudiera de las ruinas del socialismo; se volvieron ladrones, secuestradores, extorsionadores y matones, o entraron en la prostitución.

Y como sucede siempre, los más vivos “desvalijaron al país” y los más listos se apropiaron de las mercancías, las empresas y las instituciones. Dado que no existía más un sistema bancario ni un aparato jurídico, ni policía, ni gobierno, como todo era caos y desorden, pues los depredadores estuvieron a sus anchas para sitiar y extorsionar lo mismo a grandes empresas públicas y privadas que a pequeños comercios y proveedores de servicios, tanto a familias como a personas.
Para quienes se habían formado en el mundo socialista, esto fue un golpe brutal, incomprensible: “Las certezas no existían más” y todo parecía haber perdido lógica y sentido.

“Cuando la realidad choca con lo que suponemos que debe ser o esperamos que sea, se instala el absurdo”, dice Thomas Nagel,13 y eso fue lo que pasó. A muchos esto los condujo al suicidio, pues en la desesperación no hay posibilidad de ironía ni de tomar las cosas a la ligera o con esperanza.
En cambio, a los que no se habían formado en el socialismo, la enseñanza que les dio esa situación fue la de que sólo la brutalidad y la violencia conducen a lograr algo en la vida y a que eso resulte completamente normal.

VI

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Dos son las utopías de cuya caída da fe la obra de Svetlana Aleksiévich: la de que el socialismo era lo mejor para la humanidad y la de que el fin del socialismo era lo mejor para la humanidad. Dos son los sueños de cuya desilusión da fe la obra de Svetlana Aleksiévich: el de que al terminar con el socialismo vendría la libertad y el de que en esa libertad se mantendrían los buenos viejos valores aprendidos en el socialismo.
Dos son los tipos de seres humanos de los que da fe la obra de Svetlana Aleksiévich: el hombre soviético que fue producto de la utopía socialista y que fue capaz de sacrificarlo todo (por el convencimiento o por el terror) en aras de la patria, y el hombre postsoviético que olvidó todo eso y sólo quiso tener mucho dinero y mu – chos bienes para sí mismo.

VII

Por lo que se refiere a la segunda pregunta, sobre cuáles son las enseñanzas que podemos obtener de los textos de esta escritora, hay por lo menos cinco muy importantes:
La primera: mostrarnos cómo se enquistan las ideas, los modos de entender las cosas y las maneras de ver el mundo y la vida. Y lo difícil, imposible mejor dicho, que es cambiar a unas y a otros.
Quienes se formaron en el periodo soviético tenían a “aquel mundo ya acomodado en nuestro ser”, como dice bellamente la autora,14 y no se lo podían sacar de allí, o por lo menos, no podían hacerlo al mismo ritmo que cambiaban las condiciones económicas, sociales, políticas. En una entrevista lo explicó así Aleksiévich: Yo les preguntaba sobre el amor pensando en sus parejas, en sus hijos, y ellos me contestaban hablando del amor a la patria.15
Y es que, como nos han dicho los estudiosos, el cuerpo de verdades acerca de la realidad forma un sistema integrado e internalizado que proporciona la lógica fundacional de nuestro pensamiento y conducta, de nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Es la trama de significación en función de la cual los seres humanos interpretamos nuestra exis – tencia, asignamos significados a nuestras prácticas, conducimos nuestros comportamientos y acciones, interpretamos nuestras experiencias y le damos sentido a nuestra vida. Es además un mundo que compartimos con otros, con quienes también reconocen y aceptan “las objetivaciones por las cuales se ordena”, pues hay una correspondencia continua entre “mis” significados y “sus” significados.16

Esto, por supuesto, vale también para las generaciones que se formaron con la idea de que lo único que cuenta es el dinero y de que la mejor manera de obtenerlo es con la violencia. Y claro, por eso tenía que suceder el brutal enfrentamiento, pues las generaciones criadas en el socialismo de la URSS y las criadas en la Perestroika rusa “eran seres de planetas distintos”. La segunda enseñanza es mostrarnos que a los detentadores del poder les importa muy poco el ciudadano, la persona, el ser humano. Lo único que les interesa es conservar ese poder para sí y usarlo para su beneficio. Y para eso llegan hasta donde sea necesario: desde mentir hasta asesinar. Y los millones de personas que lo padecen no pueden hacer nada frente a la arbitrariedad, pues aunque todos los discursos digan siempre que el poder le pertenece al pueblo y que su apoyo y participación define las decisiones, eso es completamente falso. La tercera enseñanza consiste en mostrarnos que los cambios sociales bruscos absolutamente siempre conducen a la violencia. Aleksiévich parece confirmar la teoría girardiana, según la cual la violencia es resultado de que los humanos siempre queremos lo que el otro tiene y siempre se lo queremos arrebatar.17 También Freud pensaba así:
El ser humano no es una criatura tierna y necesitada de amor que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, es un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena proporción de agre – si vi dad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo, matarlo.18

Y Philip Zimbardo,19 quien dice que lo único que necesitamos para que la violencia estalle es que se den las condiciones, algo que, como diría Aleksiévich, no requiere demasiado esfuerzo ya que vivimos en un mundo en el que “todo acrecienta el odio”.20 Por eso puede suceder que un hombre decente, de buena familia, se convierta en violador de niñas (aunque se sorprenda de sí mismo por hacerlo) o que una pareja de burócratas quiera vender a su hija adolescente para obtener dinero.21
“La violencia es parte constitutiva de nuestro modo de ser y le proporciona su lógica fundacional a nuestro pensamiento y conducta”, afirmó Lévi-Strauss,22 y como escribió Freud, solamente la cultura la puede contener. Pero en cuanto se caen las barreras de esa contención (instituciones, policías, leyes) volvemos irremediablemente a ella. La cuarta enseñanza es que en cada cultura existe algo que le es constitutivo y que no cambia, aunque pasen los siglos y cambien los modelos económicos y sociales.

Así, los que están acostumbrados a ser gobernados por un autócrata, repetirán el modelo una y otra vez. ¿Qué cosa fueron Stalin y Gorbachov, sino zares a la hora de edificar y destruir lo que quisieron, cuando quisieron y como quisieron? ¿Y qué son hoy Vladímir Putin y Aleksander Lukashenko?
Y así (este es el ejemplo favorito de Aleksiévich), cuando un país que desde tiempos inmemoriales hizo de la guerra su estandarte de grandeza, no lo puede ni lo quiere cambiar. Por eso los rusos siguen haciendo la guerra hoy: “De allí venimos, y por eso nuestra relación particular con la muerte violenta nos parece natural, porque así era nuestra vida”.23 En el siglo XX fueron una guerra civil y dos guerras mundiales, en el XXI son Afganistán, Chechenia y Ucrania, Siria.

Lo terrible de esta enseñanza de que “siempre seremos los mismos a pesar de los cambios”, es saber que en el futuro una sociedad que permitió que hombres violaran a niñas y padres vendieran a sus hijas, que a nadie le importaran los que sobrevivieron a una explosión nuclear o que engañaran a los jóvenes para ir a morir a un lejano país, ¿acaso no lo volvería a hacer? Y una generación que sabe que puede conseguir lo que quiere por medio de la violencia, ¿va a dejar de hacerlo?

La quinta enseñanza, terrible para nosotros en México, es que cuando una sociedad deja caer las barreras y pierde los contenedores culturales y mentales de la violencia y la depredación, lo único que puede resultar es el sufrimiento. Como escribe Svetlana Stephenson, la “ausencia del Estado, ausencia de gobernabilidad”, “el quebranto generalizado del estado de derecho”, “la fragilidad institucional, desastre de las policías, procuradurías y prisiones”, la “asombrosa ineficacia policial”, un sistema de justicia que hace que la mayoría de los delitos no se castiguen y sea enorme la impunidad, todo esto “da lugar a un clima general de permisividad para la delincuencia que no sólo la autoriza, sino incluso la estimula y la promueve”.24

En ese camino estamos peligrosamente hoy: los seres humanos parecen dividirse solamente en depredadores y víctimas y como dice Joaquín Villalobos, la cultura criminal es el paradigma y los bandidos son ejemplos de éxito personal.25

Svetlana Aleksievich

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1 No así en su país, en donde sus primeros libros fueron prohibidos, pero cuando cayó el socialismo, se vendieron millones de ejemplares. En el resto del mundo, con todo y que recibió importantes premios, era poco conocida. Para nosotros, si bien estuvo en México y había sido traducida y publicada aquí por una editorial nacional, sucedía lo mismo.
2 Marco Antonio Campos, “Odioso caballo: un libro despiadado”, La Jornada Semanal, 3 de julio de 2016.
3 Svetlana Aleksiévich, conferencia en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, 2003, reproducida en “Confabulario” suplemento de El Universal, 11 de octubre de 2015.
4 Carlos Pardo, “Mucho dolor anestesia”, “Babelia”, suplemento de El País, 13 de febrero de 2016. Tal vez por eso Elena Poniatowska dice que Aleksiévich le aburre (presentación del libro Pecado, de Laura Restrepo, Librería Gandhi de la Ciudad de México, 18 de mayo de 2016).
5 Antonio Muñoz Molina, “La voz de Marina Tsvietáieva”, “Babelia”, número citado.
6 Jorge Alberto Gudiño Hernández, “Otra faceta del horror”, “Laberinto”, suplemento de Milenio Diario, 16 de julio de 2016.
7 Ibidem. Véase también a Mijal Vizel “Las cinco mejores novelas de Svetlana Aleksiévich”, RBTH, 10 de octubre de 2015, y otros reseñistas. 8 Todas las citas provienen de Svetlana Aleksiévich, El fin del “Homo Soviéticus”, traducción del ruso de Jorge Ferrer, Acantilado, Barcelona, 2015. Los entrecomillados son de las pp. 28, 169, 9, 10, 261, 342, 47, 28, 195, 227, 235, 26, 27, 419, 327, en algunas de estas páginas más de una vez.
9 Karl Schlögel, Terror y utopía. Moscú en 1937, traducción de José Aníbal Campos, Acantilado, Barcelona, 2014, p. 11.
10 Ibidem, pp. 11, 15, 16.
11 Esto es importante decirlo: Aleksiévich sólo habla del horror y del sufrimiento, pero, como bien dice Francisco Veiga, además de las desapariciones y las mazmorras y los paredones existía una vida, había música, arte, trabajo, deportes, las personas iban al cine, leían, paseaban.
Entrevista a Karl Schlögel, Madrid, Instituto Goethe, 22 de junio de 2015. Esto es importante no olvidarlo aunque a Aleksiévich no le interesa: que la vida sigue a pesar de todo. Sara Sefchovich, “La guerra y la vida que sigue”, El Universal, 20 de marzo de 2003.
12 Svetlana Stephenson, Gangs of Russia. From the Streets to the Corridors of Power, Cornell University Press, Ithaca, 2015, p. 65. Las frases sobre esto están en las pp. 63, 66, 64, en algunas de estas páginas más de una vez.
13 Thomas Nagel, “The absurd”, The Journal of Philosophy, 21 de octubre de 1971, p. 718.
14 Svetlana Aleksiévich en la conferencia citada.
15 Timothy Snyder, “The Truth in Many Voices”, The New York Review of Books, 12 de octubre de 2015.
16 Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 4, 5, 20, 25-31 y 40-41.
17 Pier Paolo Antonello y Paul Gifford (editores), Can We Survive Our Origins? Readings in René Girard’s Theory of Violence and the Sacred, Michigan State University Press, Michigan, 2014.
18 Sigmund Freud, “El malestar en la cultura”, El malestar en la cul – tura y otros ensayos, Alianza, Madrid, 1970, p. 53.
19 Philip Zimbardo, The Lucifer Effect. Understanding How Good People Turn Evil, Random House, New York, 2008, p. VII.
20 Svetlana Aleksiévich, “Un largo adiós al ‘Homo Sovieticus’”, Russia Beyond the Headlines, 8 de octubre de 2015.
21 Lo primero lo cuenta Svetlana Aleksiévich, lo segundo Svetlana Stephenson
22 Claude Lévi-Strauss citado en José Antonio Alonso, Metodología, Edicol, México, 1983, p. 73.
23 Svetlana Aleksiévich, “Observaciones de una cómplice”, “Laberinto”, 10 de octubre de 2015.
24 Svetlana Stephenson, op. cit. Es la tesis de todo el libro.
25 Joaquín Villalobos, “Competir culturalmente con el delito”, “Extra América Latina”, suplemento de El País, 27 de julio de 2015.