Ni ditirambo ni elegía: Marte en la universidad

Hace apenas tres meses la ocupación de la Ciudad Universitaria por el ejército nos habría parecido un escándalo inconcebible. De una manera quizá no explícita identificábamos a la Universidad Autónoma con el “sagrado”, ese derecho de asilo que la Iglesia ejerció durante la Edad Media, época que tan bien supo equilibrar la delicadeza y la barbarie, según el verso de Rubén Darío. Pero el bazucazo que derribó la puerta de San Ildefonso el martes 30 de julio derribó también una confianza hondamente arraigada en la conciencia mexicana: la de la inviolabilidad de los recintos académicos ante cuyo umbral se detenía, respetuosamente, la fuerza pública. Para que nos familiarizáramos con la necesidad del empleo de esa fuerza –que en estas semanas ha menudeado en frecuencia y ha crecido en magnitud– ha sido indispensable, primero, emprender una larga, tenaz, inescrupulosa campaña de desprestigio contra el objeto hacia el que esa fuerza iba dirigida: la Universidad. Se la presentó como una institución que era presa fácil e instrumento de conjuras internacionales y sus miembros integrantes (los funcionarios administrativos, los maestros y los alumnos) fueron mostrados como una colección de desdichadas criaturas desprovistas de autoridad, de buena fe, de malicia o de experiencia como para mantener su casa en orden y dedicarse a sus menesteres propios que son, a saber: gobernarse, enseñar y aprender, respectiva y exclusivamente.

Tal incapacidad facilitaba la labor de elementos extraños, infiltrados quién sabe cómo en las aulas, sin que nadie acertase a discernir la cizaña del grano ni menos aún se atreviera a castigar, expulsándolos, a los intrusos, que impunemente atentaban contra la estabilidad política del país, las convicciones religiosas del pueblo, la tradición histórica, la soberanía y otros valores igualmente venerables. Esta campaña de desprestigio, que con entusiasmo emprendieron y secundaron los sectores más reaccionarios de México, rindió sus frutos. El acto de desagravio a una catedral oficialmente no profanada alcanzó su culminación en los linchamientos de una oscura aldea poblana y el lavado de cerebro que hemos padecido a últimas fechas habría sido nulo de no haber logrado que la opinión pública aceptara sin reticencias, con júbilo, con aplauso, la operación que puso a los planteles universitarios bajo mano militar. ¡Por fin la disciplina donde antes reinaba el caos! ¡Por fin el orden reduciendo a la anarquía.

¡Por fin la Revolución humillando a las doctrinas exóticas! Naturalmente no vamos a sumarnos a ese coro de exclamaciones triunfales, porque dudamos mucho que el triunfo no cueste más de lo que vale. ¿Qué actitud tomar? ¿Rasgarse las vestiduras ante el enfrentamiento de la inteligencia y la fuerza? ¿Gritar de indignación? Tampoco. Cada quien a su juego. La cólera, y otros estados de ánimo, le sientan bien a Júpiter, no a los míseros intelectuales que no pueden permitirse más lujo que el de la lucidez. Contemplemos los acontecimientos “desde el punto de vista de sitio”. Estos acontecimientos, sin calificación, se reducen a datos muy escuetos: diez mil soldados, con un equipo ofensivo y defensivo completo, sitian un conjunto de locales inermes, los catean, los desalojan sin encontrar resistencia, envían a la cárcel a los que allí concurrían y los mantienen bajo su vigilancia. El éxito de esta operación no sorprende a nadie. Lo que habría sido inaudito sería lo contrario. Pero como se preguntan los detectives en las novelas policiacas ante la comisión de un crimen, ¿a quién aprovecha? ¿Para qué sirve? ¿Cuál es el móvil? Las autoridades pertinentes han respaldado jurídicamente su acción y explicaron que la Universidad ha sido ocupada, entre otras cosas, para salvaguardar su bien más preciso: la autonomía, que no reside –por lo visto– ni en los edificios ni en las personas sino en un cielo tan remoto que nos produciría la ilusión de su intangibilidad… pero que estaba siendo gravemente amenazada por la persistencia de una huelga estudiantil. Pasemos por alto estas contradicciones porque la lógica no es el meollo del asunto y preguntémonos hasta qué grado un hecho como el que se llevó a cabo ayuda a resolver un conflicto en el que una de las partes (los jóvenes) exigía el diálogo y la otra (el gobierno) había condescendido en aceptarlo. ¿Dialogan el vencedor y el vencido? No suele ser la costumbre. Dicta sus condiciones el primero; se ve obligado a aceptarlas el segundo. Pero si además de vencerlo no se le convence, vivirá su derrota como la vive la víctima de un abuso y atizará el rencor para que no se amortigüe y preparará incesantemente su ánimo para la revancha. ¿Dialogan el reo y el juez? No. A las diligencias judiciales se les llama, estrictamente, interrogatorios. No dialogan sino los hombres libres y cuando se encuentran en condiciones de igualdad. ¿Por qué, pues, no fue factible una confrontación verbal entre los representantes del poder y los líderes estudiantiles? Porque los primeros se apegaron, con excesiva rigidez, al principio de autoridad y los segundos adoptaron un lenguaje que no correspondía al súbdito. Un lenguaje que se consideró insolente, altisonante, descomedido. Para callarlo no se encontró argumento más contundente que el de la tropa. ¿De veras no existía un terreno de entendimiento, ámbito ninguno de conciliación? ¿Entre tantas cosas que nos unen, según palabras del mismo presidente Díaz Ordaz, no se halló una sola disponible para esta emergencia? Si esto es así, y no tenemos por qué dudarlo (pues ya es sabido que la política es el arte de lo posible y de existir una opción menos negativa, menos riesgosa, menos comprometedora para el futuro de la nación debía haberse elegido), hay que recapitular, poner en tela de juicio las certidumbres sobre las que nos apoyábamos y preguntarnos: ¿de qué nos ha valido hacer una revolución liberal? ¿De qué haber practicado durante decenios una democracia, por sui generis que sea, si en el momento en que surge entre nosotros un fenómeno mundial, el de la inconformidad juvenil, adoptamos los mismos métodos que los países que no han transitado siquiera del feudalismo a la burguesía y que se rigen por dictaduras? Aparte de que la experiencia ha demostrado que tales métodos, lejos de ser operantes son contraproducentes. La represión genera la subversión. Y todos anhelamos una paz que emane de la justicia, no de la violencia.

La escritora en la Facultad de Filosofía y Letras; a la derecha, una de sus máquinas de escribir. Foto: IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada. / Foto: Laurette Godinas.

Rosario Castellanos, en Mujer de palabras. Artículos rescatados, Tomo I, México, FCE / UNAM, 2024, p. 617.

También podría gustarte