Ruy Pérez Tamayo (1924-2022)

Ser feliz, la razón de ser científico

Rescatamos esta entrevista con el destacado universitario, fallecido este 26 de enero; la conversación fue publicada en la Gaceta de la Facultad de Medicina en marzo de 2018

Fotos: archivo Gaceta UNAM y cortesía Facultad de Medicina.

La investigación es una feliz aventura para todos aquellos con vocación verdadera. Para Ruy Pérez Tamayo, jefe y fundador de la Unidad de Investigación en Medicina Experimental de la Facultad de Medicina, una de las razones más importantes para ser científico es justo ésa: la felicidad.

“La medicina científica, aquélla que se dedica a estudiar las causas, los mecanismos y las consecuencias de las enfermedades, encierra una serie de preguntas y, cuando logramos asomarnos a la posible respuesta de lo que estamos interesados en conocer, se tiene una satisfacción personal que yo creo que es la más alta que se puede tener. Una de las razones más importantes para ser médico científico es precisamente estar siempre bien contento, trabajando”, refirió.

Sin embargo, la labor del científico implica también “seguir las reglas del juego de la investigación”, de las cuales la principal es no decir mentiras, resaltó el también profesor emérito de la UNAM. “Esto es extraordinariamente importante: no decirse mentiras a sí mismo, no creer que lo que se está pensando coincide con la realidad, sino hacer que coincida a través de la observación.

“No hay sustituto para la experiencia personal, el individuo tiene que hacerle las preguntas a la realidad de tal manera que ésta le conteste. Lo que tiene que hacer el científico es escuchar a la realidad y comunicar cómo es. No usar su imaginación pensando que coincide con la realidad sin haberlo demostrado objetivamente. La imaginación está bien para otras profesiones, para el novelista, para el poeta o el músico, pero no para el científico”, manifestó.

De artista a médico

De hecho, Pérez Tamayo también tuvo la inquietud de ser un artista como su padre, quien ejecutaba el violín. Sin embargo, tanto él como su madre se opusieron a tal idea. “No querían que nosotros tuviéramos una vida tan difícil como la que estaban pasando ellos y, en efecto, en esa época había muy pocas oportunidades para que un músico pudiera sacar a su familia adelante”.

En cambio, otra idea de futuro nacía de los padres: que sus hijos fueran médicos. “Mi padre tenía un amigo muy cercano, el doctor Alfonso G. Alarcón, quien estaba empezando su carrera también. Mi padre pensó que sus hijos vivirían mejor si, en lugar de ser músicos como él, estudiaban medicina”. Así la vocación cristalizó en los tres hermanos, quienes, llegado el momento, se inscribieron en la Escuela Nacional de Medicina.

“Había que comprar una serie de libros muy caros de anatomía, fisiología, embriología, etcétera, y ya los habían comprado para mi hermano mayor, así que, cuando yo ingresé, ya no se tenían que adquirir libros nuevos, y las carreras nos salieron por el precio de una. Esto lo aclaro para señalar que de veras éramos muy pobres”, expresó el patólogo oriundo de Tampico, Tamaulipas.

De médico a científico

Un compañero de generación en la carrera transformó las aspiraciones de Pérez Tamayo, Raúl Hernández Peón, quien compartió con él un laboratorio que su padre, médico también, le había construido en el sótano de su casa, en la colonia Roma de la Ciudad de México.

“Él ya sabía lo que quería hacer y ya lo estaba haciendo. Quería ser fisiólogo para estudiar los mecanismos de los seres vivos. Me invitó a que fuera a verlo trabajar en su laboratorio; tomaba un gato, lo anestesiaba, lo amarraba a una mesita, lo operaba, le estimulaba los nervios alrededor de un riñón, le media la presión arterial, la respiración, el pulso… ¡Era verdaderamente fantástico!”, relata.

En aquel laboratorio, ambos jóvenes, estudiantes de primer año de Medicina, descubrieron la explicación fisiológica de lo que se denominó síndrome por aplastamiento, causa por la que estaban muriendo algunos ingleses luego de ser rescatados de los escombros durante la Segunda Guerra Mundial.

Aunque Hernández Peón se inclinó por la fisiología, Pérez Tamayo eligió la Patología, inspirado por el doctor español Isaac Costero. “Fue mi profesor y le pedí que me dejara trabajar con él. Todas las horas libres que tenía las pasaba en su laboratorio y, durante cuatro años, fui aprendiendo poco a poco a hacer la especialidad”.

El también miembro de El Colegio Nacional realizó estudios de posgrado en la Washington University, en St. Louis, Missouri. A su regreso, en 1953, fundó la Unidad de Patología en el Hospital General de México, donde estuvo 17 años; después se mantuvo durante ocho años trabajando en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM y, posteriormente, lo invitaron a dirigir el Departamento de Patología del entonces Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán, en donde dedicó gran parte de su tiempo al estudio de la morfostasis.

Hace 22 años, con la aprobación y ayuda de Jesús Kumate Rodríguez, quien fue secretario de Salud, Pérez Tamayo fundó el Departamento de Investigación en Medicina Experimental, hoy Unidad de Investigación en Medicina Experimental, que dirige hasta la fecha. “Pero ya está acercándose la hora en que debo dejar la dirección en manos de alguien que sea como yo hace 60 años, con muchas ideas, con muchos deseos de trabajar”.

Trabajar. Ésa es la clave que el científico señala como único consejo a los futuros investigadores, y concluye: “La medicina es la mejor profesión del mundo. Tengo un libro que se llama así y he escrito otros de diferentes temas. Me encanta la filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia en México y, entre otras cosas, siento que yo escogí, gracias al consejo de mis padres, la mejor profesión del mundo”.

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