Una sinfonía quizá compuesta bajo la influencia de la Amada Inmortal

Se estrenó, junto con La victoria de Wellington, el 8 de diciembre de 1813 en el salón de actos de la Universidad de Viena

Wagner la llamó “la apoteosis de la danza” por su tremendo poderío rítmico que no cesa en ninguno de sus cuatro movimientos (Poco sostenuto –Vivace, Allegretto, Presto y Allegro con brio). Hablamos, por supuesto, de la Sinfonía número 7 en la menor, opus 92, de Beethoven.

De acuerdo con varios musicólogos, es posible que la Amada Inmortal, aquella mujer de identidad incierta hasta la fecha y de la que Beethoven estaba perdidamente enamorado, haya sido quien desató el impulso creador que dio como resultado esta sinfonía.

Beethoven, ya con serios problemas de sordera, la terminó en el verano de 1812. Y el miércoles 8 de diciembre de 1813, bajo la dirección del propio compositor –y con Louis Spohr Giacomo Meyerbeer, Mauro Giuliani, Johann Nepomuk Hummel, Antonio Salieri, Ignaz Moscheles, Doménico Dragonetti e Ignaz Schuppanzigh como integrantes de la orquesta–, se estrenó en el salón de actos de la Universidad de Viena, durante un concierto en beneficio de los soldados austriacos y bávaros que habían resultado heridos el 30 y 31 de octubre de ese mismo año al combatir a las tropas de Napoleón en la batalla de Hanau.

Esa noche, sin embargo, el salón de actos de la Universidad de Viena estaba repleto no tanto por la nueva sinfonía del genio de Bonn, sino por La victoria de Wellington (o La batalla de Vitoria), opus 91, espectacular obra orquestal compuesta a toda prisa por Beethoven para celebrar el triunfo de las tropas británicas, españolas y portuguesas, lideradas por Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, sobre el ejército francés en Vitoria, España (tiempo después, al leer, en un periódico, una crítica negativa de La victoria de Wellington, Beethoven, quien ciertamente la consideraba una tontería, escribió: “Nada más que una obra de circunstancias […] Ah, miserables granujas, mi mierda es mejor que cualquier cosa que podáis imaginar”).

Como era de suponerse, en aquel ambiente victorioso y patriótico, La victoria de Wellington se llevó el aplauso más entusiasta del público, aunque la Séptima no fue recibida con indiferencia, ni mucho menos.

Incluso, ante la insistencia de los presentes, el segundo movimiento, Allegretto, tuvo que interpretarse de nuevo, algo no muy común con los movimientos lentos (otro apunte acerca de este Allegretto: pronto se volvió tan popular que, en muchos conciertos, los directores lo tocaban en lugar de los movimientos lentos de la Segunda y la Octava).

El compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras (1927-2012) escribió sobre esta sinfonía: “La Séptima ocupa un lugar especial en la obra de Beethoven. Su desbordante energía la coloca cerca de la Tercera y la Quinta, pero en ella no encontramos los acentos trágicos o combativos que caracterizan a aquéllas. Es la expresión de un genio en el pináculo de su potencia creadora y se mueve en un plano que ha dejado muy atrás las connotaciones autobiográficas. En este sentido es una obra similar a la Sinfonía “Júpiter”, de Mozart –el juego del espíritu puramente musical.”

Y otro mexicano, el escritor Eusebio Ruvalcaba, le dedicó el siguiente poema que forma parte de su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015).

Aún bajo los efectos del alcohol, un hombre escucha el Allegro con brio de la Séptima sinfonía

¿De dónde proviene ese ritmo trepidante,
Dios mío?
Es como si una estampida de búfalos
se aproximara.
Las notas se suceden
a una velocidad frenética.
El aparato de sonido despide
relámpagos y truenos.
Como si fuera la voz
colérica de Dios.
De ese Dios iracundo e inclemente
de que nos habla la Biblia.
A una oleada de rápidos
furiosos se avecina otra.
Me sumerjo en esa agua que bulle
bajo un impulso incontenible.
Estoy pronto a ahogarme.
No hay salvación posible.
Excepto que piense en el sufrimiento
de Beethoven,
en lo que tuvo que haber pasado
para darle a la música este dramatismo
sublime.