Imaginar un caracol
DISCURSO DE INGRESO A LA ACADEMIA MEXICANA DE LA LENGUA (EXTRACTO), 25 DE AGOSTO DE 2004
JULIETA FIERRO
Imaginemos un caracol, un caracol de jardín. Recorramos con la mente la espiral que decora su concha y que le sirve de casa. Pensemos en la manera en que disfruta la humedad después de la lluvia. Parecería que le entusiasma tanto como a algunos de nosotros cuando retozamos entre las olas del mar gozando de las caricias del agua salada. Tanto humanos como caracoles tenemos ancestros que surgieron del mar. No sólo los primeros organismos vivientes se originaron dentro de lodo salobre y emprendieron la conquista de la tierra emergida; nosotros vivimos nuestros primeros meses dentro del agua y poseemos un mar salado en el interior de la bolsa que es nuestro organismo. De allí nuestro gusto por la sal y por el agua. Los caracoles y las personas nos adaptamos para vivir en las grandes urbes. Anualmente ellos gozan al devorar rosales, los chilangos encontramos en nuestra ciudad sorpresas como son las jacarandas en flor; gozamos la libertad para pensar y crear.
Reflexionemos sobre las miles de generaciones de caracoles que debieron adaptarse a la ausencia de olas y avanzaron a paso lento hasta las planicies de la cuenca de México; usaron la rádula para comer, en lugar de algas, las plantas de nuestros patios. Las palabras alegran los jardines de nuestra mente. Transitamos por ellas lentamente con el placer de palparlas. Nos detenemos sobre sus humedades y nos envolvemos con su aroma.
Un caracol tiene branquias internas en lugar de pulmones. Los nuestros surgieron de las vejigas natatorias de algún pez primitivo. Tanto branquias como vejigas sufrieron lentas adaptaciones y así transitaron del mar salado y delicioso al disfrute del aire aromático de un amanecer después de la lluvia. Estas bolsas de aire permiten el habla, dar entonación a las palabras y soltar carcajadas. Si no fuera por nuestros pulmones no podríamos cantar al son de una sandunga y pronunciar palabras como amor y soledad. Las nuevas ideas y productos requieren ser nombrados. Voces del pasado se recuperan y adquieren nueva vida, otras desaparecen o mutan a la par de nuestra existencia.
Los caracoles son parte de la vasta familia de los gasterópodos, poseen una sola concha univalva enrollada, de allí que se les conozca como helícidos. Una de las evidencias más patentes de su éxito son los fósiles. Nos muestran cientos de miles de generaciones de individuos. Existen treinta y cinco mil especies vivientes de gasterópodos y se han documentado quince mil fósiles, son los moluscos más exitosos. Como el resto de los organismos vivientes, sufrieron mutaciones que garantizaron su adaptación al entorno cambiante.
Las palabras fósiles documentadas son sólo una muestra pequeña de nuestra evolución lingüística, son necesarias para comprender los matices de nuestro presente en transformación.
En el mejor de los casos, la memoria de los caracoles dura cuatro meses, la de una persona, décadas. La memoria es parte fundamental de la inteligencia, con ella establecemos relaciones y nuevas ideas. Puesto que las voces se modifican es necesario definirlas en diversas épocas y con múltiples ejemplos de uso para que se integren a la memoria colectiva. La filosofía nos enseña que la teoría de Cantor es insuficiente para explicar la fijación de una voz, indica que nunca llegaremos al límite del conocimiento.
El número de palabras de la lengua española es mucho mayor que el de las especies de helícidos. Las voces incluidas en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua son ochenta y siete mil. Es una obra inacabable; la cantidad de mexicanismos va en aumento. El número de palabras del español depende de la manera en que las contemos. Por ejemplo: ¿debemos incluir en una sola voz los verbos? ¿Son la misma palabra: ser, eres, fue y seremos? ¿Hay que contabilizar una palabra nueva que cobró existencia gracias a una falta tipográfica repetida trescientas mil veces? ¿Y los nombres que usamos en el lenguaje cotidiano?, ¿serán tan palabras como las demás? Existen en nuestra mente porque las nombramos.
Actos de comunicación tan comunes como ponerse de acuerdo para ir al teatro serían imposibles sin la inclusión de nombres propios: ¿A cuál?, ¿Qué te parece El Hábito?, en la calle Madrid, como sabes, Jesusa acaba de estrenar. ¿A quién invitamos?, ¿qué tal si a Ena, Sadia e Itziar? Incluir todos los nombres en los diccionarios elevaría la cantidad de voces a cientos de miles.
En el interior de la cubierta de roca de un caracol, así como dentro del ser más admirable y amado se encierra la historia del cosmos. Conocerlos a profundidad sería entender en detalle cómo se originó el universo. Para comprender la presencia de vida en la Tierra habría que remontarse al menos a catorce millones de años. En esa época el espacio y el tiempo estaban plegados sobre sí mismos. Tras la liberación de energía y su transformación parcial en materia, dio inicio nuestra historia, la evolución del universo. Menos de un minuto después de este acontecimiento ya existían protones y electrones que han transitado por nubes de gas y estrellas, y ahora, intactos, forman la materia prima para la vida. En el universo temprano sólo existían elementos ligeros como el hidrógeno y el helio; sufrieron modificaciones durante la evolución estelar. La fusión nuclear tiene como subproductos el carbono y el oxígeno, indispensables para los seres vivos de nuestro mundo. Millones de generaciones estelares transformaron el hidrógeno primigenio en el nitrógeno que ahora fertiliza los plantíos de maíz.
La Tierra es un mundo de roca, los elementos que la forman, como el silicio o el aluminio, eran inexistentes hace trece mil millones de años cuando nació la Galaxia. Fue necesario que estrellas con masas decenas de veces mayores a la del Sol estallaran para que los núcleos se fusionaran y así integrar los elementos más pesados, como el magnesio y el hierro. Estrellas que han pasado al anonimato tuvieron que reciclar una y otra vez la materia interestelar hasta lograr sintetizar suficientes elementos para originar planetas rocosos. Sin estrellas no habría mundos y sin Sol no estaríamos nosotros. Las reacciones termonucleares son responsables de la energía que nos baña día con día. El mismo tipo de átomos que genera el brillo de las estrellas es el que facilita que se eleven los globos y que nuestras neuronas se puedan comunicar.
