Introducción / II

LA PINTURA MURAL Y LA POLÍTICA

De distintas formas, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera postularon una manera de intervención en el espacio de la discusión pública

Acechanzas (José Clemente Orozco, 1924). Foto: cortesía Rocío Gamino Ochoa / AFMT / IIE.
La pintura mural mexicana surgió, en los años 20, como parte del complejo diálogo político de la posrevolución. A veces fue un arte comprometido con el Estado, pero también fue frecuente que tuviera un sólido carácter crítico. Los murales que se hicieron en la Escuela Nacional Preparatoria (ENP) muestran las tensiones que rodearon las primeras etapas del movimiento de pintura mural entre 1922 y 1924. Se advierten dos modelos distintos de representación: las convenciones pictóricas de carácter alegórico y una moderna pintura de carácter público ante el cambio social que anunciaba la Revolución. Esta circunstancia implicaba el ascenso de nuevos actores sociales, como los obreros y campesinos que no tenían visibilidad en las primeras pinturas murales como Maternidad (1923), de José Clemente Orozco, o La creación, de Diego Rivera (1922-23). Hacia 1923-1924 David Alfaro Siqueiros con su obra El entierro del obrero sacrificado y Diego Rivera en 1923 con las obras que pintó en el Patio del Trabajo de la Secretaría de Educación Publica, particularmente Entrada a la mina y Salida de la mina, se alejaron de las ideas filosóficas del secretario de Educación. Ambos pintores habían ingresado en 1923 al Partido Comunista Mexicano e intentaron una nueva iconografía sobre la opresión que se cernía sobre la clase trabajadora.

Recién llegado de Europa en septiembre de 1922, David Alfaro Siqueiros eligió un lugar estrecho y mal iluminado en el llamado “Colegio Chico” para pintar ocho murales en la ENP. Todas estas obras dan la impresión de estar separadas entre sí, como si el artista no hubiera tenido la intención de conformar una narrativa. El entierro del obrero sacrificado proyecta sus volúmenes en el espacio y crea una imagen de potencia icónica por la colocación del féretro y su pesada carga a la altura de las cabezas indígenas, que parecen esculpidas en piedra; imagen que será retomada por Sergéi Eisenstein en su película Que viva México. El cineasta ruso, teórico del montaje, habrá visto en este mural una fuerza proveniente de la contraposición de elementos disímbolos, una práctica fotográfica relacionada con el montaje y llevada por Eisenstein al cine con gran éxito.

El entierro del obrero sacrificado, que lleva sobre el féretro los símbolos de la hoz y el martillo, es un homenaje al gobernador socialista de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto. Es un mural inacabado y muy maltratado a raíz de la animadversión de los estudiantes, pero queda como testimonio de un viraje significativo en la trayectoria de Siqueiros: ese lado suyo que se interesó por una estética realista en movimiento.

Diego Rivera inició los murales de la Secretaría de Educación en 1923 y en cinco años cubrió todo el edificio con tres temas fundamentales: el trabajo, las fiestas y los movimientos sociales. Entrada a la mina que refiere a la parte occidental del país pertenece al patio del trabajo donde hay otras 17 escenas que incluyen los trabajos artesanales, agrícolas e industriales. Pero son estas dos escenas (Entrada a la mina y Salida de la mina) las que presentan la circunstancia trágica de los trabajadores destinados a la explotación y el maltrato. Hay un ambiente sombrío en Entrada a la mina en esa perfecta composición donde vemos los cuerpos de espaldas, apenas vestidos, lo que acentúa su fragilidad. Portan algunos palas, pero principalmente lámparas y vigas de madera que varios han identificado como la relación entre el obrero y el Cristo crucificado.

Estas imágenes son testimonio de la militancia de ambos artistas en el partido que les llevó a la creación del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Ese organismo les animó a deshacerse de las ideas filosófico-espiritualistas de Vasconcelos, y a producir un imaginario de la clase obrera en México.

El entierro del obrero sacrificado (David Alfaro Siqueiros, 1924). Foto: cortesía AFMT / IIE / UNAM.

En la mitad de 1924 hubo una campaña de prensa, apoyada por grupos estudiantiles conservadores, dirigida contra Vasconcelos y su proyecto de pintura mural. Además de los ataques en la prensa, hubo ataques de grupos estudiantiles contra los murales mismos. Orozco respondió a este ambiente de confrontación pintando grandes caricaturas murales en el primer piso de la Escuela Nacional Preparatoria. En una de ellas hizo escarnio del dirigente de la Confederación Regional Obrera Mexicana, Luis Napoleón Morones.

En esta caricatura mural (Acechanzas) Orozco deplora la simulación y la traición a la causa de los trabajadores. En la composición –que toma la forma de un desfile– un trabajador aparece en medio del dirigente obrero, a su derecha, y un siniestro personaje embozado que está a punto de apuñalarlo por la espalda. El sicario lleva un abrigo que se abotona hasta el cuello, por lo que recuerda la vestimenta sacerdotal. A la derecha del trabajador, Morones exhibe un gorro frigio (símbolo de la revolución francesa) y lo señala. Lleva además una corona de espinas y una pequeña banderita rojinegra. Su panza, enorme y esférica, culmina hacia abajo en una especie de estructura estípite o cónica apoyada en unos zapatos enormes, picudos y elegantes; y el personaje viste un saco de colas, chaleco y leontina. Sus ojos saltones miran de reojo hacia atrás. El trabajador sigue al dirigente sindical. Además de una bandera, lleva una pala. Viste calzón de manta. Tiene el pelo muy lacio, nariz pequeña, grandes arcos superciliares e hipertrofia maxilar, pues sus dientes están separados y se proyectan hacia adelante. Todos ellos son rasgos que el pensamiento racista y evolucionista de los siglos XIX y XX relacionaba con el atraso evolutivo. En las convenciones culturales de la década de 1920, pintar caricaturas en un edificio público fue intolerable, y el exiguo contrato de Orozco fue cancelado.

En 1926, el rector Alfonso Pruneda invitó a Orozco para que terminara sus murales. El pintor, que independientemente de la censura había desarrollado una sólida autocrítica, destruyó una parte de sus tableros en la planta baja para pintar escenas de la Revolución y la guerra civil. Una de ellas es La destrucción del viejo orden (1927). En primer plano aparecen dos personajes campesinos, pues también ellos están descalzos y visten ropa de manta blanca. Uno de ellos lleva un sombrero militar. Pero a diferencia de la caricatura que había pintado en el primer piso, Orozco dignificó a estas dos figuras, concediéndoles las proporciones anatómicas heroicas que la educación académica consideraba dignas para el cuerpo masculino. Su pesimismo no había desaparecido, pero sí había madurado, pues atrás de los campesinos hay un desastre de columnas, arcos y cúpulas: elementos arquitectónicos típicos de las arquitecturas coloniales y neoclásicas. Estos escombros se traslapan y superponen unos sobre otros de manera semejante a la pintura cubista, que yuxtaponía diferentes puntos de vista del mismo objeto sobre el plano. La solidez, serenidad y monumentalidad de las figuras en primer plano genera una fuerte tensión con el derrumbe del fondo. Así, Orozco construye uno de sus recursos más importantes para referirse a la política: el contraste del ideal clasicista, geométrico y sólido, con el desorden que atribuía a la gestión política concreta.

De distintas maneras, los tres pintores postularon una forma de intervención en el espacio de la discusión pública. Lo que consiguieron fue que sus obras se convirtieran en gigantescas estructuras argumentales para el debate político.

Entrada a la mina. Foto: cortesía Xavier Moyssén Echeverría / AFMT / IIE / UNAM. Y Salida de la mina (Diego Rivera, 1923). Foto: cortesía AFMT / IIE / UNAM.
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