No están solas
Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío.
El cuerpo de uno de los míos. Para no olvidar que todos los cuerpos
sin nombre son nuestros cuerpos perdidos. Me llamo Antígona González
y busco entre los muertos el cadáver de mi hermano.
Antígona González, Sara Uribe
¿Qué festejamos el 10 de mayo? ¿Qué tipo de celebración puede hacerse cuando tantas madres en nuestro país buscan a sus hijas e hijos desaparecidos? ¿Cuando tantas conviven de manera desgarrada con las ausencias de sus seres amados, del más amado de los seres: el propio hijo, la propia hija? De verdad, ¿qué festejamos?
Hace apenas unos días, el 2 de mayo pasado, fue asesinada, en el estado de Guanajuato, Teresa Magueyal: era parte del colectivo Una Promesa por Cumplir y buscaba a su hijo José Luis, desaparecido el 6 de abril de 2020. No es la primera “madre buscadora” asesinada. El compromiso de vida de estas mujeres, su lucha permanente, su exigencia de justicia resultan molestos para muchos. Desde el más sonado de los casos, el de Marisela Escobedo, muerta a balazos en diciembre de 2010, otros nombres se han sumado a la atroz lista. ¿No deberíamos recordarles a los criminales que por cada una de ellas somos miles las mujeres que seguiremos la lucha? ¿No deberíamos recordarles que –como canta Vivir Quintana– “si tocan a una, respondemos todas”?… todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos… Ellas, las “madres buscadoras”, han convertido el dolor en valentía. “¡Hasta encontrarte!”, gritan. “¿Dónde están?”, preguntan. “Vuelve a mí”, “Justicia”, “Nada que celebrar” dicen los carteles que portan en cada marcha. Las lágrimas y la fuerza del amor las acompañan.
Las cifras provocan escalofríos: más de 400 mil muertos, más de 105 mil desaparecidos, casi 30 mil feminicidios en los últimos diez años, y miles de desplazados. Frente a esta catástrofe, Antígona está aquí, entre nosotrxs, con una pala, con una varilla, con una cubeta, con un pequeño cepillo para quitarle el polvo a un hueso recién hallado. Es el nuestro un país de Antígonas, cientos y cientos de ellas que buscan los cuerpos amados.
El horror de la desaparición es no tener certeza de qué ha sucedido con nuestro ser querido: ¿está vivo, está muerto, vive esclavizado en algún lado, lo han torturado durante todos estos años? Imposible hacer el duelo que toda persona merece. ¿Cómo sin cuerpo?
No hay duda: vivimos en una tierra inclemente. Una tierra de “cuerpos sin nombre y nombres sin cuerpo”. “¿Qué país es éste, Agripina?”, le preguntaba aquel hombre a su esposa, sentada en la iglesia con uno de sus niños sobre las piernas, el día en que llegaron a ese pueblo llamado Luvina.
¿Qué país es éste?, escribió Juan Rulfo en uno de los cuentos más desolados que se han escrito en nuestra lengua. Qué país es éste en que cualquiera –yo, tú, ellas y ellos– puede esfumarse, “desaparecer”, deshacerse en el aire atroz que respiramos.
Qué país es éste donde, ante la insuficiente respuesta del Estado, las madres y los padres tienen que organizarse por sí mismos para salir a buscar en más de 4 mil fosas clandestinas con la esperanza de que allí, en alguna de ellas, esté el cuerpo de su hija o de su hijo. Cuando encuentran una de estas fosas se abrazan en torno a esos cuerpos amados. El hijo de una es el hijo de todas. Reliquias sagradas.
Las cicatrices nos unen, nos hermanan. Los huesos, los restos, esas dolidas reliquias, los “tesoros” (así comenzaron a llamar las madres de Sinaloa a los restos que hallaban en la búsqueda de sus propios desaparecidos) están en el abrazo tibio pero quebrado para siempre de nuestras Antígonas.
De verdad, ¿qué tenemos que festejar el 10 de mayo? El único festejo posible es aquel que nos lleve gritar junto a todas las madres que salgan a las calles ese día con su dolor, su amor y su furia: “No están solas”.