En torno a un aniversario

Este texto fue publicado originalmente en Senderos filológicos, en la edición conmemorativa por los 50 años de fundación del Instituto de Investigaciones Filológicas, momento que se liga con el centenario del natalicio de su fundador, Rubén Bonifaz Nuño. Los contenidos de dicho número se componen en gran medida de semblanzas-homenajes a figuras ilustres que han dejado su impronta como grandes formadores, investigadores excepcionales y/o aquellos en quienes ha recaído manejar los destinos de este fundamental espacio de investigación, tal como se señala en la presentación del volumen 5 número 2. (https://www.iifilologicas.unam.mx/senderosFilologicos/index.php/senderosPhilologicos/5 _ 2 _ compl).

Dice el viejo adagio que “recordar es vivir”; más allá de la evocación, el hecho de recordar implica revaluar el pasado, sentar el presente sobre la base de un esfuerzo continuado e ininterrumpido que nos define y determina en una dinámica perpetua de continuidad y ruptura. Venerar el ayer no significa necesariamente magnificarlo, sino tan sólo mantenerlo vigente en la conciencia porque ello nos dará certidumbre, nos proporcionará seguridad, certeza y ¿por qué no? orgullo; todo camino andado es un triunfo que sumar a nuestro esfuerzo, es una forma de saberse legítimamente parte de un todo con un principio y un fin alcanzable a través de la suma de generaciones sucesivas.

Jaime Torres Bodet titula uno de sus libros de memorias Años contra el tiempo; nada más cierto: existe una lucha frontal entre la memoria y el tiempo; la primera pugna por sobrevivir por encima del olvido y la distancia busca mecanismos de persistencia, se perpetúa a través de la palabra, a través del arte, a través de la conservación de los objetos como diversas formas de arraigo para confirmar su identidad.

El Instituto de Investigaciones Filológicas (IIFL) cumplió, el 4 de octubre de 2023, 50 años de existencia; muchos nombres, muchas vidas, innúmeros logros alcanzados, pendientes académicos, redefinición de tareas, nuevas y viejas metas por alcanzar. Sus publicaciones son el mejor testimonio del cumplimiento de sus objetivos; los informes anuales revelan el quehacer que día con día ha realizado su comunidad a lo largo de medio siglo.

En aquel 1973, estaba al frente de la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México Guillermo Soberón, único rector procedente del área de Humanidades y a quien debemos la construcción de las magníficas instalaciones que ahora habitamos. El abogado general de la Máxima Casa de Estudios era Jorge Carpizo. Ricardo Guerra dirigía la Facultad de Filosofía y Letras, y Rubén Bonifaz Nuño se desempeñaba como coordinador del Consejo Técnico de Humanidades. En este contexto nacía el Instituto de Investigaciones Filológicas que reunía a cuatro centros ya existentes y cuya trayectoria era prominente: el Centro de Lingüística Hispánica, el Centro de Estudios Clásicos, el Centro de Estudios Mayas y el Centro de Estudios Literarios.

El Centro de Estudios Literarios nació en 1956 gracias a la iniciativa y esfuerzo entusiasta de Julio Jiménez Rueda, José Luis Martínez y María del Carmen Millán. Ocupaba la mitad de la planta alta de la Biblioteca Central. Al traspasar la puerta de entrada se hallaba, a mano izquierda –separada apenas del resto de la oficina por un mostrador– la Biblioteca, presidida por el retrato de quien había sido el generoso donador del acervo principal de la biblioteca del Centro de Estudios Literarios: don Julio Jiménez Rueda, uno de nuestros ángeles tutelares. En 1973, el sitio que se me asignó para laborar estaba en el séptimo piso de la torre de la Biblioteca Central, un lugar sin ventanas, oscuro, destinado a las reservas bibliográficas de la Biblioteca Central, pero eso era lo de menos ante la perspectiva de llegar a ser algún día investigador de carrera.

El otro ángel tutelar cuyo retrato presidía nuestro Centro era don José María González de Mendoza, el famoso Abate de Mendoza, diplomático, novelista y crítico literario. Ambos personajes habían sido, en su momento, apoyos decisivos para la consolidación del Centro de Estudios Literarios. A la derecha de una sala general donde había una gran mesa en la que se acodaban los ayudantes de investigación, a falta de escritorios particulares en los que pudieran trabajar, se hallaban dos cubículos: el primero de ellos era para la directora del Centro: Ana Elena Díaz Alejo, y el segundo lo compartían Aurora Ocampo, quien ya por entonces dedicaba sus horas al registro de la bibliografía nacional del siglo XX, y María Rosa Palazón Mayoral, quien, a pesar de ser muy joven, ya lideraba el ambicioso proyecto de las Obras de José Joaquín Fernández de Lizardi. Por aquellos años estaban en proceso La quijotita y su prima y don Catrín de la Fachenda. Al fondo del salón estaban los escritorios destinados a Ernesto Prado Velázquez, secretario académico del propio Centro; Esperanza Lara, quien asumió el deber de rescatar a José Juan Tablada, y culminaba este grupo la presencia de Héctor Valdés, versado estudioso de la pléyade de poetas de la Revista Moderna. Sí, aquel sitio era pequeño, pero acogedor, pequeño en sus dimensiones, pero portentoso en sus ambiciones.

Foto: Instituto de Investigaciones Filológicas.

Con el fin de fortalecer y consolidar el Instituto recién creado, se reclutó a un nutrido grupo de jóvenes estudiantes para desempeñarse como ayudantes de investigación al tiempo que realizaban su tesis de licenciatura. En el Centro de Estudios Literarios, Ana Elena Díaz Alejo reunió a un grupo de diez alumnos a quienes conocía a partir de sus clases en la Facultad –yo, entre ellos. Además de seminarios en común y juntas periódicas con Ana Elena, a cada uno de nosotros le fue nombrado un tutor de lujo que vigilaba de manera directa la formación y desempeño de sus pupilos asignados según su especialidad y de acuerdo a los proyectos prioritarios del Centro; la simple enumeración de esos tutores evidencia la calidad y trascendencia de los mismos: José María González de Mendoza y Rodríguez. Othón Arróniz, Ernesto Mejía Sánchez, María Rosa Palazón Mayoral, Aurora Ocampo Alfaro, Ernesto Prado Velázquez, Héctor Valdés Valdés, Jorge Ruedas de la Serna, Alfonso Rangel Guerra, José Pascual Buxó y Henrique González Casanova, con quien trabajé directamente y a quien debo consejos que han normado mi vida académica a lo largo de todos estos años. En 1974 se integró al Centro una investigadora acuciosa y tenaz: Elvira López Aparicio, quien unía a un impecable cuidado en la investigación hemerográfica una simpatía arrolladora. A cada uno de nosotros se nos asignó una investigación individual; en mi caso: la elaboración de los índices de una de las revistas más importantes de la primera mitad del siglo XX: Letras de México (1937-1947).

Por azares de la vida y de la vocación, ese grupo de jóvenes ayudantes se fue desintegrando hasta quedar reducido a cuatro personas plenamente comprometidas con su trayectoria académica: Yolanda Bache Cortés, Irma Isabel Fernández Arias, Humberto Maldonado Macías y quien esto escribe; la muerte, sin embargo, nos arrebató tempranamente a Humberto y a Irma Isabel; hoy, Yolanda y yo, representamos a esa generación de investigadores que nació con el Instituto hace ya medio siglo; en él nos formamos, con él hemos crecido, en él hemos vivido momentos sublimes y días trágicos, hemos visto cómo nacían uno a uno nuestros libros, maduramos entre sus muros y entre ellos hemos envejecido. El destino me llevó a la clase de Literatura Española Contemporánea que impartía Ana Elena en la Facultad de Filosofía y Letras. Desde la primera clase ejerció sobre mí una fascinación que sigo experimentando cincuenta años después. Vestida siempre con sobriedad y elegancia, Ana Elena usaba por aquel tiempo un “moño” como dirían los españoles, un “chongo” como diríamos nosotros, que le imprimía un indiscutible aire magisterial; sus enormes ojos sobresalían en aquel rostro de facciones armónicas en el que rara vez se esbozaba una sonrisa. Por aquel tiempo, fumar era de buen tono, y Ana Elena fumaba y mucho, aún dentro de la clase, porque estábamos lejos de conocer los efectos perniciosos del humo del tabaco en espacios cerrados y frente a fumadores pasivos. Tenía –porque hace tiempo que dejó el tabaco– una curiosa manera de impulsar el cigarrillo hacia arriba con un dedo, gesto que daba a su hábito de fumar un cariz de originalidad indiscutible. Gracias a sus clases entendí el dolor soterrado que los escritores del periodo franquista imprimieron a su obra: Camilo José Cela, Carmen Laforet, Ana María Matute, Martín Gaite, Rafael Alberti, Juan Goytisolo, Daniel Sueiro, León Felipe y tantos más que a partir de entonces se convirtieron en parte inseparable de mi labor académica: cuando Ana Elena dejó ese curso en la Facultad, yo la heredé a sabiendas de que la marca era demasiado alta y yo tenía que hacer honor al privilegio que se me otorgaba.

Ana Elena Díaz Alejo ha sido siempre y será una mujer imponente: por su figura, por su prestancia, por su carácter férreo, por la seguridad que imprime a todo cuanto hace, a todo cuanto dice. Maestra por vocación, posee una admirable capacidad didáctica: tema que toca, lo desmenuza cuidadosamente con naturalidad inigualable de tal manera que el objeto estudiado –poema, cuento, ensayo o novela– adquiere a los oídos de su interlocutor una corporeidad diáfana y asequible; en una clase magistral, en una charla informal o en una simple disertación de café impartida por ella no cabe nunca el aburrimiento. Al escucharla comentar una obra ¡todo parece tan fácil! Todo resulta ¡tan obvio! Ana Elena es consciente de su don y lo cultiva con pasión y perseverancia porque además se siente comprometida con la literatura; se reconoce a su servicio; se entrega total y plenamente a su embrujo. Poseedora de una sólida biblioteca personal, cuida y atesora cada volumen, consciente de su valor intrínseco y trascendental. Para Ana Elena Díaz Alejo el mundo adquiere sentido a través de la literatura, la filosofía la historia, el arte. La he visto llorar, consternada, ante el traje perforado por las balas que llevaba Emiliano Zapata en Chinameca, y recorrer con fruición en compañía de la maestra Ana María Rosa Carreón los sitios más emblemáticos de la Revolución en el estado de Morelos; pero también, la he observado ensimismada frente a la extraordinaria exposición que el Museo del Hermitage trajo a México hace ya muchos años y a la que llevó a sus pupilos para que estuvieran en contacto con obras señeras de la pintura universal. Para Ana Elena, el libro, en sí mismo, es un objeto de culto. Editora por vocación, atiende personalmente todos y cada uno de los procesos que llevan a la conformación de una obra; tiene los ojos entrenados para detectar cualquier error, cualquier falla que haya pasado desapercibida para un corrector novel; desde los tiempos en los que los libros se formaban colocando los tipos sobre las planchas de metal, hasta la actualidad cibernética, nadie como ella para manejar los procesos editoriales. Académica de tiempo completo, Ana Elena no concibe el tiempo sin el estudio, sin la lectura, sin la corrección de textos, sin la difusión del quehacer académico dentro y fuera del ámbito universitario. Hace años que vive en Tampico, lugar donde nació por mero accidente, y desde la trinchera del puerto sigue ejerciendo su tarea de difusora del conocimiento.

Rubén Bonifaz Nuño. Foto: archivo Gaceta UNAM.

El nombre de Ana Elena Díaz Alejo va indefectiblemente ligado al de Manuel Gutiérrez Nájera. Su primer acercamiento con el Duque Job fue la publicación de los índices de la Revista Azul, dictaminado entusiastamente para su edición por Salvador Novo. A partir de ahí se creó entre ella y el hombre de la gardenia en el ojal una relación estrecha que ha durado toda la vida. Ana Elena ha entablado con él innumerables diálogos buscando siempre la manera de hacerlo más asequible tanto a los especialistas como a los lectores neófitos. Durante muchos años ha trabajado hombro con hombro con diversos estudiosos de la obra najeriana; siendo la especialista por antonomasia, no ha dudado en ceder su tiempo y sus conocimientos en beneficio de la difusión de la vasta obra de aquel hombre que aún aguarda “al pie de la escalera” a cuantos quieran acercarse a su mundo. Sólo Ana Elena podía definirlo de manera tan precisa y tan certera como “el poeta que dignificó la apariencia física del artista manteniendo la pulcritud en su persona, haciendo famosos sus bigotes engomados y la gardenia en el ojal, el poeta que paga las cuentas al sastre, conoce el juego de las apariencias y la importancia de un atuendo” (Díaz Alejo, 1995: 12), y agrega líneas adelante: “Su obra, veinte años de escritura en perpetua lucha con la palabra, deja ver la imagen de un mundo no tan lejano y la presencia de una sensibilidad siempre dispuesta a afinar su canto” (13).

Pero Ana Elena no sólo lidereó los estudios najerianos –hoy bajo la responsabilidad académica de Belem Clark de Lara–, es también la iniciadora de los estudios teóricos sobre la edición crítica de textos cuando en México no existían las apoyaturas especializadas con las que hoy se cuenta. Producto de esas reflexiones personales que llevó a la práctica en tantos y tantos volúmenes impecablemente editados, e instruyendo a sus discípulos, fue su libro: Edición crítica de textos literarios. Propuesta metodológica e instrumenta (2015), en él recoge toda su experiencia como investigadora y editora de textos literarios: reflexiona sobre el quehacer filológico, enumera los distintos pasos del proceso de investigación, contabiliza todos los elementos que entran en juego en la elaboración de una correcta edición crítica; explica de manera pormenorizada los elementos constitutivos de ella, hace una descripción minuciosa de todos los instrumenta de que se vale una edición puntual hasta llegar al producto definitivo: portada del libro Edición crítica de textos literarios: propuesta metodológica e instrumenta, de Ana Elena Díaz Alejo. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM) / Seminario de Edición Crítica de Textos (Resurrectio). 2015. La versión idealmente concebida de una obra vestida de limpio y con sus mejores galas, asequible al lector contemporáneo gracias a su prólogo, diversos índices, notas a pie de página, bibliografía, etc. Es la propia autora quien define los objetivos de la disciplina ecdótica: “El trabajo filológico precisará el enfoque exacto de toda perspectiva crítica, permitirá la clara comprensión de los movimientos estéticos, otorgará la ubicación justa a autores y obras, conformará con autenticidad los esquemas historiográficos y, por todo ello, auxiliará en la explicación de la cultura contemporánea” (2015: 20).

Decía José Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. ¡Gran verdad! Es precisamente el entorno que rige nuestras vidas, en el que nacemos, en el que nos desarrollamos, con sus crestas y sus simas, con sus momentos de lucidez y de negrura, con sus tiempos de bonanza o de precariedad el que va determinando esa circunstancia que nos define y nos reúne bajo un mismo signo, bajo una misma bandera, en el seno de una familia común que se reconoce e identifica por sus características.

“Todo lo sabemos entre todos”, decía el gran maestro Alfonso Reyes; cada uno, desde su ángulo particular, desde los límites de su propia experiencia, aporta ese fragmento que habrá de sumar un eslabón a la larga cadena de la Historia.

Foto: Instituto de Investigaciones Filológicas.
También podría gustarte