Lo que sabemos de Rodolfo Morales, sobre su vida y obra, viene de la mitología. No la mitología oaxaqueña, sistema de intercambio que se concentra en la consolidación de comunidades cosmopolitas y diversas; es la mitología de los intelectuales de la Ciudad de México y sus hábitos retóricos. Morales es comparado con Juan Rulfo, con López Velarde, con cuanto pueblo chico y poeta nostálgico pueda localizarse en la geografía mexicana. Más allá de un par de datos (nacido en Ocotlán, estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, fue profesor de dibujo en la Prepa 5, su carrera despegó al final de los años 70 del siglo pasado con el apoyo de Rufino Tamayo) son pocos los autores que se han preocupado por imaginar al fantasma que, en el ensayo de Jaime Moreno Villarreal, se integra plenamente a la vida chilanga desde los años 40, es lector voraz, asiste al cine-club del Instituto Francés de América Latina, frecuenta las conferencias de Manuel Toussaint en El Colegio Nacional y termina financiando un ejemplar proyecto de conservación en la parroquia de Ocotlán (1). No es un proyecto de conservación, sino de actualización y diálogo, pues la iglesia quedó decorada con los colores típicos de la pintura del mecenas. ¿Quién es primero, la comunidad o el artista? Las pequeñas poblaciones de México, ¿tienen derecho a reclamar la herencia de un intelectual que se comprometió con sus monumentos? ¿Tienen derecho al cambio y a la modernidad? Al atribuirles características fuera de la historia y prácticamente eternas, ¿no estamos refrendando un sistema de dominio del centro sobre la periferia? De la exigencia intelectual del artista, ajeno a los chovinismos que postulan identidades absolutas, da cuenta su exitosa insistencia para que el Instituto de Investigaciones Estéticas contara con una sede en Oaxaca, para que los investigadores elaboraran una historia del arte que no siguió el ritmo marcado por la capital, y que sin embargo también fue moderna.
Nacido en Ocotlán, en 1925, Rodolfo Morales ingresa a la Escuela Nacional de Artes Plásticas en 1948. Pasa varios años ahí, aunque como prácticamente todos los artistas del siglo XX su memoria construye una historia de rechazo: “[…] me pareció mediocre la actitud de los maestros que aspiraban a limitarnos a los cánones y los alcances de una corriente que se estaba agotando” (2). En 1953 se incorporó como profesor de dibujo al plantel número 5 de la Escuela Nacional Preparatoria, cuyo nuevo plantel se inauguró dos años después en la Ex-Hacienda de Coapa. Se trataba, según lo informó la Gaceta de la Universidad, de un conjunto remodelado a partir de lo que iba a ser un estudio cinematográfico (3). Entre la Ciudad de México y la nueva preparatoria hay 15 kilómetros. Pasan casi 10 años sin muchas noticias del profesor Morales, que en los años 80 diría en una entrevista que tenía cerca de 300 alumnos cada día, y que había aprendido bastante de todos ellos. En 1962 pinta un mural en el vestíbulo del auditorio de la Preparatoria, auxiliado por Bartolo S. Ortega y Paciano S. Rodríguez. Esa obra contradice sus declaraciones: “Yo nunca imaginé que iba a ser conocido por la pintura” (4). Las artes y las ciencias, con sus 70 metros cuadrados de pintura al fresco, es una composición bastante ambiciosa. Resume y actualiza sus afinidades estéticas hasta el momento, y anuncia de manera contundente al pintor que iniciará una brillante carrera internacional en la segunda mitad de los años 70, cuando la escultora Geles Cabrera llame la atención de Rufino Tamayo sobre la obra de su paisano (5).
Morales comienza su docencia en la Escuela Nacional Preparatoria cuando están por iniciarse las clases en la nueva Ciudad Universitaria del Pedregal, y se construye ya el Centro SCOP. Obras con impresionantes proyectos de decoración mural de índole nacionalista, en la forma de gigantescos murales exteriores, parecían confirmar que el camino de la pintura en México era, como decía David Alfaro Siqueiros, único. Rodolfo Morales no se comprometió con ninguna de las dos corrientes que disputaron por la hegemonía del arte mexicano durante las siguientes dos décadas. Como los muralistas, tenía un interés intenso en la identidad de las comunidades campesinas de México, pero no comulgó con el proyecto político que subsumió esa búsqueda en una pintura nacionalista y de propaganda. Esa diferencia no lo llevó a seguir el camino del arte abstracto, que a nivel internacional se imponía con prepotencia imperial. Sus modelos fueron los que orientaron la discrepancia con la pintura mural, pero en una generación anterior: Rufino Tamayo y Manuel Rodríguez Lozano. El primero le mostró el valor lírico del paisaje de los pueblos pequeños; el segundo, hizo del luto campesino un símbolo de orden general, inspirado en los escritos de Samuel Ramos, sobre la muerte como condición de la mexicanidad, además de mostrar un camino en la adaptación de los nuevos clasicismos: “creo que sus figuras alargadas me han inspirado muchas veces” (6). Rodríguez Lozano hizo del luto campesino un símbolo de orden general, inspirado en los escritos de Samuel Ramos, sobre la muerte como condición de la mexicanidad (7).
Sin embargo, la obra de Morales se aleja de las ideas sobre “el mexicano” en boga a la mitad del siglo XX, para evocar –no representar– una realidad sombría, como se lo expresó a Estela Shapiro: “El pueblo era muy tranquilo […] pero muy a menudo, casi dos veces por semana, había un asesinato y entonces el pueblo cobraba vida porque todo el mundo salía a ver al muerto” (8). Como lo ha señalado Edward Sullivan, lo que debe entenderse en los cuadros de Morales es que son una reflexión sobre esa violencia. En su infancia, entre las décadas de 1920 y 1930, el régimen posrevolucionario estaba lejos de haber pacificado las distintas regiones rurales de México. La violencia en el campo, política, religiosa o social, era generalizada y grave. La obra de Morales emergió en un periodo bastante breve, del que sus contemporáneos tuvieron la impresión de que era eterno, durante el cual se pensó que México tenía un destino de prosperidad y desarrollo, y cuando la violencia en el campo se había reducido hasta parecer apenas un vago recuerdo. Detrás de su aparente inocencia, es un recordatorio de la violencia que seguía organizando diferentes formas de la vida social, aunque las culturas modernas marginaran esos procesos de inequitativa crueldad como una difusa cultura de la muerte.
Eso no significa que Las artes y las ciencias sea una obra pesimista. Si bien la reunión de las mujeres en el centro de la composición tiene un significado luctuoso difícil de evadir, a la izquierda y a la derecha del tablero hay sendos grupos de músicas y observadores del cielo, mujeres las primeras y hombres los segundos (9). Del lado izquierdo, surcan el cielo dos figuras alegóricas, posiblemente musas, reemplazadas del lado derecho por sendos aviones (pero parecen avioncitos de papel). Más arriba hay dos figuras alegóricas tendidas. La del lado izquierdo aparece flanqueada por escuadras y un personaje masculino que mide, en tanto que del lado derecho aparece enarbolando lo que parecen representaciones gráficas de la energía, pues en el extremo hay mecanismos que parecerían aludir a la electrificación, en tanto que una figura de pie se apoya en una evocación de la serpiente emplumada, repetida hacia el centro de la composición. Completa este extremo una figura masculina que se asoma por un microscopio binocular. El extremo izquierdo tiene una significación especial. Entre plomadas, reglas graduadas y escuadras, la composición remata con un autorretrato del artista. Sedente y con una tabla de dibujo sobre las rodillas, mira con atención el conjunto que se despliega a su derecha.
La parte inferior del tablero repite algunos motivos de la composición general: la arquitectura del lado izquierdo, la energía atómica del lado derecho. En esta parte del mural, la composición se despliega entre azul cobalto y negro. El conjunto de las mujeres en el centro es contundente: no son plañideras, no levantan las manos para clamar al cielo, pero su reunión tiene un sentido de luto y tristeza. No son “el mexicano”, con el pesimismo maniático que le atribuyen los escritores; son en cambio las señoras de Ocotlán, que articulan a la comunidad con su soledad productiva. Una lira a sus pies y la máscara que lleva una de ellas hacen pensar que se trata de una versión libre de las musas, aunque en ausencia de Apolo. Como en el caso de su admirada María Izquierdo, están los símbolos de la cultura y la comunidad, pero en un orden un tanto alterado para establecer una reflexión nueva.
*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Miembro de la Academia de Artes
- Jaime Moreno Villarreal, “Rodolfo Morales bajo el arco matrimonial”, en Magala Güereca y Jaime Moreno Villarreal, eds., Rodolfo Morales: maestro de los sueños. (Monterrey: Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, 2005), 33–51.
- Carlos Monsiváis, Edward J. Sullivan y Cristina Pacheco, Rodolfo Morales (Mexico: Veracruz en la Cultura, Encuentros y Ritmos: Gobierno del Estado de Veracruz, 1992), 40.
- Raúl Pous Ortiz Lazcano, “Nuevo plantel para la Preparatoria Número 5”, Gaceta de la Universidad, el 18 de abril de 1955, 5.
- Entrevista de Saidé Sesin cit. por Edward J. Sullivan en Monsiváis, Sullivan, y Pacheco, Rodolfo Morales, 21.
- Ver la entrevista de Cristina Pacheco en Monsiváis, Sullivan, y Pacheco, Rodolfo Morales.
- Monsiváis, Sullivan, y Pacheco.
- Claudio Lomnitz, La idea de la muerte en México, trad. Mario Zamudio Vega, 1 edition (Fondo de Cultura Económica, 2006).
- Cit. por Edward J. Sullivan en Monsiváis, Sullivan, y Pacheco, Rodolfo Morales, 25–26.
- Karen Cordero Reiman, “Desmitificando la musa: la mujer como signo en la obra de Rodolfo Morales”, en Güereca y Moreno Villarreal, Rodolfo Morales, 53–61 hace un examen detallado de sus estrategias simbólicas.