MI AÑO DE INTERNADO

Primera línea. Crónicas y poemas escritos por personal de salud compila los textos producidos en los talleres de crónica y poesía guiados por el periodista y escritor Leonardo Tarifeño y el psiquiatra y poeta Orlando Mondragón. Publicamos una crónica y un poema con la autorización de la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura de la UNAM.

Ilustraciones: Jimena Estíbaliz.
Cuando uno entra a la carrera de Medicina, piensa que en algún momento será héroe, salvará vidas y hasta ganará mucho dinero. Sin embargo, nunca nos preguntamos cuál es el costo de todo eso. Ahora llegó el momento de averigüarlo.

Durante los primeros años de la carrera, todo es teoría y usar la mente. Muchas veces sólo aprendes para pasar un examen, porque en ese momento no te pones a pensar que vas a tratar con personas, y que si cometes algún error te quitarán la cédula e irás a la cárcel. Durante más de la mitad de la vida estudias Medicina y tan rápido podrías perder tu cédula. ¿Qué hacer después?

Cuando acabas los años de escuela en la carrera, antes de entrar al servicio social debes hacer un año de internado en algún hospital. Yo hacía el mío en el Hospital General de Cuautitlán y en febrero, cuando estaba por la mitad —¡por fin la mitad!—, se empezó a rumorear acerca de un virus. Sinceramente, no le di importancia. Pasó el tiempo y, ya en marzo, me tocó rotar por Epidemiología, donde trabajamos con virus, bacterias, estadística y vacunas, entre otras cosas.

Los hospitales se rigen por jerarquías y los médicos internos de pregrado somos los pececillos en un estanque donde hay tiburones y orcas (de estudiantes somos charales, así que como interno sí se crece un poquito). A los médicos internos de pregrado los reparten entre los distintos servicios del hospital, formamos equipos y hacemos guardias, por lo tanto cada tercer día nos quedamos toda la noche. Cuando entras no sabes muy bien cuál será tu trabajo ni cómo va a funcionar el hospital. Mejor dicho: no tienes ni idea de lo que te espera. En el servicio de Epidemiología, yo debía estar en el área de tamiz y vacunas; ahí conocí a una enfermera, Maru, quien me orientó acerca de las funciones de ese sector.

Con el transcurso de los días se empezó a hablar más y más del “nuevo coronavirus”. La doctora Dossetti, jefa del servicio de Epidemiología, nos capacitó al respecto y quería que todos estuviéramos al tanto de las actualizaciones. Se trataba de una enfermedad nueva y contagiosa, pero que como médicos no nos podía impresionar especialmente porque siempre estamos expuestos a muchas enfermedades contagiosas, como tuberculosis, sarampión, tosferina e influenza, entre otras.

Hasta que llegó el momento en que quedó claro que la enfermedad se esparcía sin parar. Era como si un volcán pasara de la fumarola a las cenizas, luego a la erupción y, mientras tanto, uno siguiera en casa frente a la tele hasta ver que las llamas se acercan. Antes de que sea demasiado tarde, hay que empezar a correr. En el momento en que se prendió el foco rojo entre el personal de salud, mis compañeros reclamaron que nos sacaran de las zonas de riesgo como triage, y a todo Urgencias (pediatría, adultos y gineco-obstetricia). Al principio, nuestro jefe de enseñanza, el doctor Díaz, hablaba con nosotros para tranquilizarnos, aunque todos estaban muy a la defensiva y exigían material de protección (desgraciadamente, el sector de la salud siempre ha carecido de suministros). Para cuando llegó el día en que comenzaron a sacar comunicados donde mencionaban que debían retirarnos de las áreas de riesgo, ya nos estaban capacitando para atender a los infectados, nos enseñaban a usar y retirar el equipo de protección y nos explicaban las medidas de seguridad que debíamos seguir, como la obligatoriedad del uso de cubrebocas y la utilización correcta del uniforme.

Un día en que me tocaba quedarme, yo estaba en Urgencias cuando de repente llegó el doctor Díaz. “Tienen que retirarse de esta área, muy pronto van a pasar a los servicios que les indiquemos”, dijo. En ese momento me dio mucha tristeza porque Urgencias es un lugar vital, fundamental para el aprendizaje. Pero todo fue muy rápido: me mandaron a Medicina Interna con mis amigas Argelia, Martita y Osman. Quedamos cuatro internas en una guardia donde la cantidad de gente había disminuido, por lo tanto estábamos muy relajadas y hasta teníamos tiempo de dormir. ¡Dormir! Esa palabra no existía en nuestro vocabulario antes de la pandemia. Era el internado perfecto, pero muy flojo hasta para el aprendizaje.

A finales de marzo, el virus estaba en todas partes. La lava del volcán ya cubría todo el pueblo, para seguir con la metáfora. Los médicos internos de pregrado estaban muy asustados y no querían regresar al hospital, por lo que les insistieron mucho a las autoridades para que actuaran por el bien de todos. Muchos vivían con sus papás o con personas con factores de riesgo y temían por sus vidas. Yo estaba en el servicio de vacunas y, como Maru se había ido de vacaciones, me dejó como encargada. Ella confiaba en mí, yo me sentía con mucha responsabilidad y no quería defraudarla.

Al poco tiempo llegó el comunicado por el cual los médicos internos de pregrado debían ser retirados de los hospitales hasta nuevo aviso. Y efectivamente todos se fueron, menos yo.

En ese momento, yo vivía sola con mis perros. Y así como las madres dicen “tu única ocupación es estudiar”, la verdad es que la mía consistía en ir al internado. Si me quedaba en casa, sólo iba a estudiar y ver Netflix. En el comunicado daban la posibilidad de quedarse a quien quisiera estar de voluntario, así que hablé con mi coordinador de Epidemiología y con el doctor Díaz para seguir en el hospital. Por supuesto, yo aún no sabía qué iba a ocurrir con la pandemia, no tenía miedo ni imaginaba cuánto iba a crecer. En el hospital me dijeron que debía presentar un escrito de mi puño y letra donde dijera que deseaba quedarme por decisión propia y que nadie se hacía responsable de lo que me pudiera ocurrir (en ese momento me perturbé un poco al darme cuenta de que nadie se preocuparía por mí si me contagiaba). En sus vacaciones, Maru se enteró de que nos habían retirado del hospital, pero yo le aseguré que seguiría en mi puesto al menos hasta que ella regresara. Y en un momento de inseguridad le comenté a la doctora Dossetti lo que había firmado. “No te preocupes, por supuesto que nosotros responderemos por ti”, me dijo, con palabras que lograron tranquilizarme.

Cuando me tocó guardia, fui a Medicina Interna y les conté a los residentes que me quedaría como voluntaria. “No, Celic, vete a tu casa —me dijeron—. No nos gustaría que te pasara nada. Recuerda que siempre es primero tú, después tú y al final tú”. Y les hice caso, me retiré. Al día siguiente le comenté al doctor Gustavo lo que me había pasado durante la guardia y él me dijo que no había ningún problema si sólo me presentaba en el servicio por las mañanas, en el horario de los doctores adscritos.

Todos los días se debatían las mejores opciones para el cuidado del personal y se aprobaban las modificaciones. En una de esas juntas se acordó que el servicio de Epidemiología sería el encargado de tomar todas las muestras de pacientes sospechosos de COVID que llegaran. Mientras yo seguía en vacunas y tamizando bebés, se tomaron las medidas pertinentes, como capacitaciones, limpieza y desinfección de todo el equipo. Al principio se indicó que los pacientes que dieran positivo fueran enviados al hospital de Zumpango, pero a los pocos días ese hospital se llenó y hubo que modificar el nuestro de manera que se hicieran pisos aislados para los pacientes que se debían intubar y los que dieran positivo. El piso de Medicina Interna y Cirugía se cerró para que se convirtiera en Área COVID. Nuestra mipera (el cuarto que nos dan a los internos de pregrado para asearnos o dormir) se la dieron a los residentes y el piso de Ginecología se volvió de Medicina Interna y Cirugía. Se organizaron horarios para el Código Plata (paso de cadáveres) y el Código Dorado (paso de pacientes intubados o que debían aislarse), de modo que se pudieran desinfectar las áreas por donde pasaban las camillas.

Hasta que, finalmente, llegó el momento que demostraría la gravedad de aquello con lo que lidiábamos. Un día, los doctores regresaron de tomar muestras. Sus caras exhibían decepción, tristeza y coraje. Eran caras que no se olvidan. Cuando preguntamos qué había pasado, nos contaron que una joven de 29 años apenas había entrado como sospechosa. Se le tomó la prueba, pasaron los demás pacientes y,mientras tanto, la notaron rara. Cuando empezó a “boquear”, notaron que nadie le había tomado signos vitales ni se había acercado a hacerle alguna pregunta, así que le pidieron a un doctor que la revisara. Él mencionó que le avisaría a sus familiares y, antes de que nadie se diera cuenta, ella murió. Cuando lo contaron, se me puso la piel de gallina. Sentí una presión en el pecho y vi el miedo de los médicos y del personal de enfermería. Me sentí muy triste y me dieron ganas de llorar, algo que no puedes hacer porque estás en el área de trabajo y no eres la única persona con ese sentimiento. Yo sé que es muy fácil echarle la culpa a ese doctor, pero nadie sabe lo que se siente cargar con una muerte. Me sentía enojada con él, aunque no tenía ningún conocimiento de lo que sucedía en Urgencias, no estaba en el área de batalla, no sabía ni cuántos pacientes había. En ese momento no pensé en nada más, sólo tenía miedo.

Ya no importaba tu edad, ni si tenías enfermedades de importancia, no importaba nada. Así que pensé mejor las cosas y busqué al doctor Gustavo para decirle que en cuanto llegara Maru yo me iba a retirar. “Te entiendo, todos tenemos miedo —me confió—, pero yo tengo familia e hijos, todas personas que dependen de mí, y siento que no me queda de otra que seguir trabajando, no me es fácil renunciar como a ti”. Sus palabras me conmovieron, me obligaron a darle más vueltas a todo en mi cabeza. “Bueno, si me da, me salvaré —me dije—. Todos tenemos seres amados y tenemos a la muerte como fin, pero no todos eligieron esta carrera. Las enfermedades infectocontagiosas existirán siempre ¡y éste es el mejor momento que tengo de aprender!”. Y con esas palabras en mi mente, decidí seguir en el hospital.

Quería aprender cómo atender a los pacientes enfermos de COVID. La doctora Dossetti me mandaba artículos y me explicaba todas las novedades del tratamiento. Maru regresó y, como por el “semáforo rojo” ya casi no había bebés para vacunar, sólo llegaban las embarazadas que estaban a dos minutos de tener a su hijo. Mientras tanto, con el paso de los días aumentaron mucho los contagios entre el personal de salud y todos empezaron a temer por sus vidas. Poco a poco, el hospital se quedó con poco personal. Los médicos de la mañana en Medicina Interna renunciaban o se retiraban por tiempo indefinido, así que ese servicio quedó exclusivamente a cargo de unos residentes a los que yo veía cansados, hartos y asustados, pero al pie del cañón.

Cuando el hospital tuvo más pacientes COVID que embarazadas o cirugías, se les pidió apoyo a los residentes de otras áreas. Sin embargo, ellos estaban en contra de que se les metiera en el Área COVID. Un día, en una plática, el residente Kevin me comentó que no les pagan más por poner su vida en riesgo, y que para atender a esos pacientes el Estado contrataba a médicos generales. Y era cierto: en ese momento empezó la contratación de médicos generales en todos los hospitales COVID y se transformó el Centro Citibanamex en un hospital ambulatorio para atender a pacientes COVID. Con ese panorama, me empecé a preguntar cuánto vale nuestra vida.

Al poco tiempo, los internos regresaron a los hospitales. Todos estaban asustados y enojados, pero conscientes de que ese año no lo podían perder ni posponer, ya que es vital en la carrera. En cada hospital se tomaron precauciones y, para que no se juntara tanto personal en los servicios, se tomó la decisión de que sólo fuéramos cuando nos tocaba guardia.

Un día, una de mis amigas y compañeras, Yusdivia, escribió un mensaje en nuestro grupo: decía que su mamá no se sentía bien. Al día siguiente le tocaba ir al hospital, pero se quedó en su casa porque la madre seguía mal. Llegó el otro día y con un nuevo mensaje nos alertó de que su madre había empeorado. Lo siguiente que supimos fue que la había llevado a un hospital y la habían ingresado por baja saturación. Las demás compañeras nos preocupamos porque dormíamos todas juntas, pero por suerte ninguna tenía síntomas. Al no identificar la enfermedad entre nosotras, le dijimos que todo saldría bien. Pero a la siguiente noche nos avisó que su madre había fallecido. Cuando la escuché, la piel se me puso chinita. Ese día entendí por qué muchos compañeros tenían tanto miedo, por qué se le pidió a la población en riesgo que dejara de trabajar y por qué debíamos aislar a todos nuestros padres y abuelos. La pregunta es: ¿en qué se convirtió el mundo? ¿Qué pasa cuando, por temor a un contagio, es tan difícil acompañar a quien lo necesita?

Ya en junio, los miembros de mi equipo de trabajo estaban cansados, frustrados, devastados, tristes, presionados y hartos, pero no paraban de trabajar. En un momento, uno de ellos se puso mal y empezó con síntomas. Luego otro. Y otro. Como consecuencia, tuvimos que hacernos la prueba. Empezaron a llegar los resultados: todos daban positivo. Yo me asusté mucho y me tuve que aislar de mi familia, aunque todavía no me había hecho el test. Ahora sí sentía un miedo muy poderoso. Hice la prueba sin decirle a nadie, por el temor a ser positivo. No sé por qué, no quería que nadie se enterara de mi situación. Por otro lado, sabía que en el hospital me necesitaban y ya no podía parar. Lo supe más que nunca cuando me dijeron que la enfermera Lety, a quien había visto apenas tres días antes, falleció por COVID. Entre todos, la despedimos en los pasillos del hospital con aplausos y lágrimas en los ojos.


[Lavo mis manos]

Orlando Mondragón

Lavo mis manos
para borrar la lectura de los cuerpos.
Desnudas, palpan el tórax,
percuten, se detienen. Rodean.
Cada centímetro que toco
deja en mis dedos su escritura.

Mis manos traducen
ese idioma
entre el silencio y la sangre.
Lengua de ciegos.

En el tacto
la carne
encuentra
su sentido.

Ahora respire. Diga treinta y tres.
Treinta y tres.
Diga uno. Uno.
Inhale y exhale lento.
Tosa.

Tengo cinco letras
para leer el cuerpo en cada mano.

¿Aquí duele?

¿Y aquí?

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