¿Quién determina la normalidad de la mente?

La escritora Cristina Rivera Garza participó en el ciclo Salud mental en el siglo XXI y explicó que tras escribir la novela Nadie me verá llorar entendió el “sufrimiento social relacionado a condiciones de clase, género y raza en México”

Uno de los ejes temáticos de la edición 2021 del Festival El Aleph. Festival de Arte y Ciencia de la UNAM fue la Salud mental en el siglo XXI, por ese motivo el evento alojó el ciclo Narrativas hispanoamericanas de la enfermedad, donde diversos expertos y especialistas analizaron la manera en que hispanoamérica ha representado la salud mental en la literatura.

Los conversatorios concluyeron con una charla titulada Salud Mental entre Ana Elsa Pérez Martínez, directora de Literatura UNAM; la narradora y poeta Cristina Rivera Garza; el psiquiatra Mario Souza y Machorro, maestro en Psicoterapia Médica de la Universidad Nacional Autónoma de México.

La escritora inició la conversación, organizada en colaboración con Cátedra Carlos Fuentes de Literatura Hispanoamericana, recordando cómo arrancó el proyecto que posteriormente se convirtió en Nadie me verá llorar (1999), la novela a través de la cual Rivera Garza estudia la vida de los internos del Manicomio General de la Ciudad de México, conocido coloquialmente como La Castañeda.

La novela, publicada por Tusquets Editores México en 1999 y ganadora del Premio Nacional de Novela, está ambientada en el año 1920 y se desarrolla al interior del Manicomio, donde, como explica su sinopsis oficial:

“Joaquín Buitrago, que por azares de su atormentada vida acaba dedicándose a fotografiar a los internos del manicomio mexicano La Castañeda, se topa de pronto, entre las mujeres a las que retrata, con Matilda Burgos. Obsesionado por la identidad de esta enferma, pues cree haberla conocido años atrás en el célebre burdel La Modernidad, trata de recabar información sobre ella.”

“Yo llegué ahí (al archivo general de La Castañeda)”, recordó Rivera Garza, “como una joven doctoranda buscando la piedra filosofal, pero lo que encontré ahí se lo debo a los archivistas del lugar que entendieron perfectamente lo que estaba buscando, que supieron leerme muy bien”, recordó la ganadora del primer premio de poesía de la revista Punto de partida UNAM en 1984 y agregó:

“Félix Suárez era el director del archivo en esa época, me trajo la primera caja de expendientes de La Castañeda, la puso sobre la mesa y el primer expediente que saqué fue precisamente el del personaje que terminó llamándose Matilda Burgos en mi novela. Fue, como suelen decir en las historias, amor a primera vista, era un archivo bastante grueso y tal vez eso me llamó la atención, era el que tenía más páginas e incluía también, notas escritas por su propia mano. Tenía todo lo que yo buscaba.”

La doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston reveló que Nadie me verá llorar tenía como intención ser una exploración del “lado b de la modernidad en el contexto de los grandes discursos grandilocuentes, positivistas” de la época porfiriana. “A mí me interesaba saber qué había significado esto en la vida del ciudadano común y corriente, fue precisamente por eso que llegué al archivo, no quería el punto de vista de la autoridad, el ejército o los grandes hombres.”

“Por eso es importante la memoria institucional, que haya archivos de cárceles, los de hospitales son fundamentales: es la historia del cuerpo”, argumentó Rivera Garza, “mi manera de leer el archivo no era para confirmar, me interesaba leer entre líneas, me interesaba subvertir el documento, leerlo de manera etnográfica, como si el documento me respondiera preguntas desde el presente. Quería rescatar la inmediatez”.

Fue así que tras la investigación la poetisa llegó a la conclusión de que del otro lado de la “modernidad” de principios del Siglo XX “era un sufrimiento social de la mayoría de la población. Una muestra de esta población era precisamente la internada en el Manicomio, una institución desde el inicio del Estado que no exigía pago a las personas de menos recursos y recibía a gente de todos lados”.

“Ese sufrimiento era fundamental entenderlo porque yo también iba con algunas nociones románticas de la locura como una gran crítica al sistema, una lucidez más estricta y más creativa. Lo que leí ahí (en el archivo) fueron historias, una tras otra, de un sufrimiento social relacionado a condiciones de clase, género y raza en México.”

“En lugar de interpretar ese sufrimiento social como una cuestión fatalista o inherente a los grupos populares en México, mi conclusión fue –por la manera en que estaban contadas estas historias en los expedientes– al expresar las causas de su sufrimiento, al tratar de crear sentido con su proceso del sufrimiento corporal, ahí había un discurso palpitando en contra de esta modernidad que unos cuantos, una elite primero porfiriana y luego revolucionaria, se empeñó en implementar en México. Es un discurso que reta la normalidad de la mente”, subrayó la también codirectora de la Cátedra de Humanidades Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM).

“Lo importante para mí, lo más básico era reconocer que los discursos existen. Con mucha frecuencia, sobre todo años atrás, el discurso de la psiquiatría y la ciencia médica suele ser unidireccional, y no sólo la ciencia sino en general las humanidades, hay toda una estructura que privilegia a cierto tipo de enunciante, por lo tanto se convierte en alguien visible y existente. Por eso me interesaba ir al archivo, leerlo a contrapelo, hay todas estas enunciaciones, igualmente importantes, numerosísimas y que existen”, a esto añadió la escritora:

“Yo no creo que hayan sido marginales o minoritarios (los pacientes de La Castañeda), eran minimizados más que minoritarios. La primera gran redención es decir: aquí hay una voz”.

Por su parte, el psiquiatra Mario Souza y Machorro consideró que faltan “elementos en la literatura, en el cine y la televisión. Cada director mete un pedacito que sugiere una enfermedad mental, pero no se trata de una valoración clínica detallada”.

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