RESUMEN DEL IDEAL ARQUITECTÓNICO DE DIEGO RIVERA

El Estadio Olímpico Universitario se asienta sobre un paraje volcánico, oscuro y rocoso, que se formó hace un par de miles de años, con la erupción del volcán Xitle. Este peculiar paisaje, que distingue al Pedregal de San Ángel, dialoga con el diseño que el arquitecto Augusto Pérez Palacios propuso para el principal recinto deportivo de la Universidad. El estadio se erige sobre piedras basálticas y su forma evoca el cráter de un volcán, como aquellos que encontramos en las inmediaciones del Valle de México.

Cuando Diego Rivera fue invitado por el arquitecto Carlos Lazo a participar en el programa artístico de la Ciudad Universitaria, eligió el estadio porque este edificio resumía su ideal arquitectónico. Desde su primer mural, Rivera postuló a la arquitectura como el complemento esencial del arte público y, a lo largo de los años, diseñó edificaciones y disertó sobre la arquitectura, su papel social y el vínculo con la geografía y la historia. A mediados de los años cuarenta, cuando inició la construcción del Anahuacalli, con el apoyo de Juan O’Gorman y de su hija, la arquitecta Ruth Rivera, expuso su idea de una arquitectura “saludable” que comprendía: priorizar la función social, utilizar materiales que armonizaran con su entorno natural y establecer un vínculo –formal y simbólico— con el pasado del espacio geográfico-social. Mientras se desarrollaba la primera etapa del muralismo en Ciudad Universitaria, Rivera participaba activamente en las discusiones del concepto de “integración plástica”, que entraña la unidad consustancial entre arquitectura, pintura y escultura. En estos debates, el muralista insistió en el necesario apego a la “tradición mexicana” al tiempo que expresó su repudio a la arquitectura internacional que caracterizaba a la mayoría de los edificios del complejo universitario.

Para Rivera, el Estadio Olímpico Universitario constituía un modelo de integración arquitectónica porque demostraba relaciones formales y materiales con el terreno volcánico, pues su sentido telúrico constituía un símbolo del carácter social revolucionario del México actual y, en su opinión, existía una línea de continuidad entre este recinto y las grandes construcciones de la antigüedad indígena. Así lo dijo: “es un cráter arquitectonizado, es el cráter de la erupción que fue la revolución agrario-democrático burguesa de México […] este edificio se ubica en el punto histórico del tiempo en que la gran tradición arquitectónica mexicana, que edificó Teotihuacan, Tula y Chichén, se reanuda naturalmente al avanzar la consolidación nacional del país” (1).

Representación de un atleta olímpico. Fotos: Juan Antonio López.

El ambicioso programa mural para el estadio, presentado en 1952, proponía abarcar todo el talud perimetral para desarrollar el tema de la historia del deporte en México, dividida en dos épocas: el pasado prehispánico y la contemporaneidad. La primera, con representaciones del juego de pelota, danzas, ceremonias rituales e íconos como el jaguar y la serpiente emplumada; la segunda, mediante deportes modernos como el futbol americano, salto de longitud y basquetbol. También incluía actores sociales, como arquitectos, médicos y campesinos. Sin embargo, el proyecto quedó trunco y únicamente se construyó el tramo mural de la fachada oriente del estadio. En su momento, se arguyó que el precario estado de salud de Rivera, enfermo de cáncer, fue el motivo de que la obra quedara inconclusa; hoy podemos pensar que la conflictiva relación entre arquitectos y muralistas también desempeñó un papel en esta situación.

Diego Rivera se acercaba a los 70 años de edad cuando supervisó la construcción de su mural de piedras en el estadio. Este método de trabajo lo había probado en los mosaicos del Anahuacalli y en la fuente de Tláloc que se encuentra en Chapultepec. El uso de materiales pétreos pareció al artista la decisión “más lógica” si el mural debía resistir la intemperie e integrarse al “suelo nacional” y a un edificio revestido de rocas volcánicas. El altorrelieve da al mural un carácter escultórico y la variedad de piedras –tezontle rojo, tecali amarillo, mármol blanco, etcétera– aportan texturas y riqueza cromática.

El mural presenta una alegoría que reúne al deporte con nociones de relevancia cultural y política para México, como el fundamento indígena de la nación, la noción de mestizaje, la unidad hispanoamericana y la aspiración de paz. La escena se compone de un par de atletas olímpicos que acompañan al águila y al cóndor del escudo universitario. Estas aves cobijan con sus alas a un hombre rubio, una mujer morena y, entre ellos, un niño que sostiene una paloma blanca entre sus manos. En la base de la composición se encuentra Quetzalcóatl en forma de reptil con el cuerpo cubierto de mazorcas. Una lectura de esta alegoría debe considerar que, en un contexto de Guerra Fría, la paloma de la paz expresa, en primer lugar, el compromiso político de Rivera con la línea asumida por el Partido Comunista Mexicano, que reconoció a la Unión Soviética como “fuerza pacifista”. Mientras que la probable alusión al mestizaje, se inscribiría en la reflexión sobre la mexicanidad al inicio de los años cincuenta, a través del grupo Hiperión, en El laberinto de la soledad de Octavio Paz y en murales de Francisco Eppens y de José Chávez Morado en Ciudad Universitaria.

Finalmente, cabe añadir que el estadio universitario resguarda otra obra de Rivera. Se trata de un esgrafiado sobre pasta roja en un muro curvo localizado en el palco del rector. Aquí, el artista grabó dos dibujos: un atleta que porta la llama olímpica y un motivo inspirado en iconografía prehispánica que habla del carácter cosmogónico atribuido al sacrifico humano.

Imagen: Archivo de Arquitectos Mexicanos, Facultad de Arquitectura, UNAM, Fondo Augusto Pérez Palacios.

  1. Diego Rivera, “El Estadio Olímpico Universitario” en Diego Rivera. Obras. Textos polémicos (1950-1957) Tomo II, reunidos y presentados por Esther Acevedo, Leticia Torres Carmona y Alicia Sánchez Mejorada, México, El Colegio Nacional, 1999 (Obras de Diego Rivera), p. 694.
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