Roger, punto final

Llegó el momento del adiós por la jubilación de Roger Federer a sus 41 años de edad y 24 de carrera en la ATP.

Fue (es) la melancolía top ten del tenis. Ella nos llevó, nos trajo y nos retrajo por doquier hasta llegar al sureste de Londres, a The 02 Arena, donde veinte mil espectadores reflejaron entre luces su ansiedad en azul y en rojo, acaso al conjuro irremediable del adiós por la jubilación de Roger Federer a sus 41 años de edad y 24 de carrera en la ATP.

Dos equipos, Europa y Resto del Mundo, participaron el pasado fin de semana en la llamada Laver Cup. Así fue, será (siempre) suave o bárbara, la melancolía por la patria, la familia, el amor fugaz, la nostalgia por los amigos y, por qué no, por los superhéroes del deporte.

Roger Federer puso en marcha su corazón con reloj suizo, jugó su último partido como profesional, y luego, enjugándose las lágrimas y a voz de vidrios rotos frente a sus colegas, su familia, el público, guardó en su maleta el Stradivarius Su Majestad, veinte títulos de Grand Slam, una Copa Davis, dos medallas olímpicas, un sinfín de prestigiosos números con cuantiosas ganancias económicas, reacomodó en un apartado con cierre sus rodillas maltrechas, hizo caber sus recuerdos, y el Paganini del tenis echó a andar con su legendario virtuosismo por el camino del paraíso terrenal de los atletas elegidos por los dioses nutricios.

Él, junto con Rafael Nadal, otro de los cuatro fantásticos que rondaron la pista (Novak Djokovic y Andy Murray) cayeron 4-6, 7-6 (7/2) y 11-9 ante Jack Sock y Frances Tiafoe en dos horas y trece minutos que irán al anecdotario, pues diríase que Federer/Nadal, rivales en épicos encuentros ─ahora amigos fraternos─ ganaron aun perdiendo.

Entre la humeante magia de las raquetas, resplandecieron con su historial la carne y el hueso de John McEnroe, Björn Borg, Stefan Edberg (ídolo de juventud de Roger) y, por supuesto, Rod Laver, gran señor de la melancolía top ten del tenis.

«Fue un día maravilloso, gracias a todos», dijo por último Federer, incontrolable la emoción, a medias su proverbial sonrisa, pero sosteniendo el servicio ante el micrófono con la elegancia de su revés a una mano, una volea mariposeando sobre la red, una derecha cortada o a bote pronto, un saque as o un remate con aires de ballet, y en la vuelta de sus sentimientos (Nadal reblandecido, lloroso aun siendo tan fiera), encontró la misma palabra reproducida en el espejo de la multitud: gracias.

Media noche londinense.

Punto final.

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