Adiós a Federico Silva

Fue promotor del Espacio Escultórico y es autor de un mural en la Facultad de Ingeniería.

Murió ayer el destacado universitario Federico Silva (Ciudad de México, 1923), doctor honoris causa por la UNAM en 2010, promotor del Espacio Escultórico en esta casa de estudios y autor de la pintura mural Historia de un espacio matemático, en la Facultad de Ingeniería.

En una entrevista de 2001 para el periódico Los Universitarios, realizada por Estela Alcántara, Silva recordó algunos pasajes de su vida. Por ejemplo, habló de sus estudios preparatorianos en San Ildefonso: “Ahí tuve el privilegio de conocer al ilustre maestro Erasmo Castellanos Quinto, un señor que tenía una gran facultad para comunicarse con los alumnos. Su clase estaba abarrotada, actuaba frente a los alumnos y los hacía declamar, él mismo recitaba los grandes poemas de la literatura del Siglo de Oro. En ese tiempo todo el mundo universitario se resolvía en unas cuantas calles del Centro Histórico, estaban muy cerca las facultades de Derecho, Medicina y Artes Plásticas; de modo que uno podía recibir distintos llamados de todas las disciplinas, porque había cierta libertad para entrar a cualquier clase”.

Cuando era un aficionado y soñaba con la idea de ser pintor, “en México ya había un movimiento formidable en el campo de las artes. Muchos de los artistas más o menos contemporáneos míos que aún viven, en los años de mi vacilación y mi ignorancia eran gente ya formada en una línea muy clara, integrados a un movimiento artístico de la Ciudad de México o de Guadalajara, como Juan Soriano, que era un joven muy vinculado con el mundo de las artes, mientras yo vivía totalmente al margen.”

—¿El arte es como la ciencia? —se le preguntó esa vez.

—Es muy parecido, porque no se puede adoptar una fórmula, cualquier fórmula, tanto en el arte como en la investigación, esto lleva a la castración, a la muerte. Es un proceso de rectificaciones. Yo siempre he pensado que la libertad del arte es hacer lo que uno quiere, pero también es destruir las huellas, los errores, las fallas, no conservarlo como una reliquia o como testimonio de la genialidad.

—¿Cuándo dejó la pintura y comenzó su interés por la escultura?

—Uno no sabe de dónde vienen las cosas, el gran maestro de todo arte es el trabajo. En el trabajo es donde se aprende, no sólo de cada error, porque una idea suscita otra y una forma te lleva a otra. Es un descubrimiento maravilloso que se da como una concatenación espontánea.

Viajó a París. En esos años estaban en boga varios artistas cinéticos, unos colombianos que comenzaban a tener fama en Francia, Cruz Díez y Soto. Eran artistas muy notables que trabajaban sobre el concepto del movimiento virtual. Cruz Díez lo invitó a su taller a colaborar. Tenía una especie de carpintería donde pintaba unos palitos que al acomodar de cierta forma producían sensaciones ópticas de movimiento.

“La idea me alucinó y se me ocurrió investigar más sobre la luz y los movimientos mecánicos, no sólo sobre los efectos virtuales. Eso fue lo que me acercó al volumen, porque comencé a trabajar con objetos y maquetas de madera o de cartón. Después les integré motorcitos eléctricos y lucecitas que se prendían y apagaban, y de pronto me vi ante la perspectiva de un lenguaje extraordinario.”

Regresó a México porque en París le resultaba muy difícil entrar en grande en esta búsqueda por falta de recursos y de conocimiento de lugares para comprar los materiales. Se puso a hacer maquetas, habló con Jorge Hernández Campos, director de Artes Plásticas del INBA, y le propuso un proyecto. Le dijo que podía tener una exposición en seis meses. Y como necesitaba mucho dinero hipotecó la casa y se aventó con todo. Aprendió lo que antes había ignorado, incluso se interesó en la física y en la óptica, materias en las que había sido reprobado.

Cuando llegó Jorge Carpizo a la Coordinación de Humanidades de la UNAM lo mandó llamar para que se integrara al Instituto de Investigaciones Estéticas. “Las cosas no funcionaron así; pero como queríamos trabajar, en un abuso de la imaginación, regresé con el doctor Carpizo y le dije: ‘Te propongo que hagamos una obra insólita en términos interdisciplinarios’. En ella participarían ecólogos, biólogos, escultores, arquitectos. Se trataba de una escultura monumental colectiva”.

Buscaron la zona, Carpizo los acompañaba a todas partes. Participaron Helen Escobedo, que era la directora general de Artes Plásticas; Mathias Goeritz, profesor de la Facultad de Arquitectura; Sebastián y Hersúa, maestros de dibujo auxiliares en la Facultad de Arquitectura; Manuel Felguérez, y el mismo Federico Silva, como investigadores de la Coordinación de Humanidades.

Así nació el Espacio Escultórico. “Nadie recibió dinero extra al de su salario, era una obra regalada, con material del lugar. No existe en el mundo un espacio así, tiene una escala perfecta. Se convirtió en un centro ceremonial donde está resumida, en un lenguaje contemporáneo, una voz antigua de nuestra cultura. De verdad dan ganas de atribuírsela, pero no está bien, es como las pirámides, no están firmadas”.

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