¿Vivir juntos?

En las últimas semanas hemos escuchado a varios comentaristas y locutores de noticieros televisivos afirmar que en México se está dando una nueva “revolución feminista” orientada a erradicar la violencia de género y, su cara más atroz, los feminicidios.

No sé si realmente lo que está aconteciendo pueda ser calificado como una revolución o no. En todo caso ya vendrá el tiempo de evaluar sus efectos y caracterizar su acontecer. Lo que es claro es que las oleadas de mujeres que han azotado con furia los monumentos, las puertas y las paredes de las ciudades en que se han manifestado y los contingentes que se han plantado frente a las oficinas de esa prensa amarillista que ha hecho de los feminicidios un espectáculo, recrudeciendo así la representación de la mujer como un objeto sexual a disposición, son manifestaciones de una rabia incontenible que creció por la indiferencia e impunidad institucional que reinan en este país. Las mujeres universitarias, por su parte, han hecho de las tomas de las instalaciones educativas la estrategia para visibilizar el acoso y la violencia de género que parece haberse normalizado en las prácticas académicas cotidianas. La legitimidad y urgencia de atención de estas demandas parece indicar que estamos en un punto de no retorno y que el patriarcado “tendrá que caer” o, cuando menos, eso anhelamos.

El tono de las protestas hoy en día es reflejo de una situación nacional ciertamente abrumadora pues los feminicidios dejaron de ser una preocupación local de Ciudad Juárez (donde los medios de comunicación ubicaron y limitaron este fenómeno), para convertirse en una crisis nacional cuya extrema violencia se denuncia en la consigna feminista “Nos están matando”. Los discursos oficiales de funcionarios varones que pretenden ser solidarios y sensibles con la causa feminista, pero que hablan de “nuestras mujeres” o que dan permiso para la manifestación de “un día sin nosotras”, dejan entrever lo arraigado del imaginario machista en nuestra sociedad. En México persiste no solamente la doble jornada femenina de la que dio cuenta Simone de Beauvoir, sino la condena a las mujeres por “abandonar” a los hijos para salir a trabajar o por ser “madre soltera”. A la fecha las mujeres seguimos luchando porque se legisle que el aborto sea un derecho universal en todos los rincones del país y que el sistema jurídico, dominado por hombres, deje de revictimizar a las denunciantes y preste la atención debida a la violencia cotidiana, el acoso callejero y las miles de desapariciones que acontecen en el país. Toda esta gama de desigualdades y violencias conforman el contexto en donde debemos ubicar la rebeldía feminista de nuestros días.

En este ambiente agitado, sin embargo, la reflexión y el debate argumentado no han podido tener lugar. Pero la indignación y el coraje no pueden obnubilarnos a tal punto que no podamos diferenciar las violencias machistas para dar paso a la construcción de estrategias pedagógicas, culturales y de política pública que atiendan desde el hostigamiento y el acoso en la dinámica escolar hasta los feminicidios. A las que nos hemos dedicado a la reflexión desde hace décadas, nos preocupa el que no se ha logrado hasta hoy construir la confianza para un debate nacional serio al respecto del tema.

Y cuando digo que no hay un debate no solamente pienso en los actores políticos que en muchos casos han minimizado las expresiones en las calles, ni a los hombres, a quienes se les ha dejado intencionalmente fuera de la discusión en respuesta a ofensas sistemáticas o porque se piensa que no han prestado oídos a quienes les han interpelado por décadas, sino también a las propias mujeres a las que se les considera aliadas del patriarcado solamente por manifestar alguna discrepancia o algún matiz con relación a las formas de lucha. Durante años los estudios de género han insistido que no existe un único feminismo, sino diversos y heterogéneos feminismos, cada uno con sus propias preocupaciones, aunque todos ellos tengan al patriarcado como el enemigo a derrocar. Estoy segura que ninguna mujer, biológica o no, quiere vivir bajo la violencia machista, ninguna quiere ser vejada, violada, asesinada, acosada, hostigada. ¿Cuál es la vía de acción para derrumbar ese orden patriarcal? No creo que en esto alguien tenga el monopolio o la última palabra. Preguntarnos entonces por la viabilidad y la pertinencia del separatismo, de la vía judicial para reglamentar las relaciones interpersonales, de las tomas de instalaciones educativas, del reclamo de empatía incondicional enmarcado en el “Yo te creo” es un imperativo que las académicas no podemos eludir.

En los últimos meses quienes apoyan la toma de instalaciones, la pinta de monumentos, el escracheo, el separatismo más radical señalan a las sufragistas de inicios de siglo como modelo a seguir, y como claro ejemplo de que la violencia es la única ruta para la transformación social. Y quizá tengan razón. No entraré aquí en discusiones profundas, pero es claro que la violencia como legítima defensa es absolutamente justificable cuando las vías institucionales son negligentes y resistentes a cualquier transformación; los cambios históricos, como todos sabemos, no se han dado pidiendo permiso. No debemos olvidar, sin embargo, que las sufragistas no normalizaron ni mantuvieron indefinidamente la violencia como estrategia para lograr sus objetivos. Como afirma Rita Segato, la violencia no se convirtió en un lenguaje porque se buscó articular acuerdos y pactos que viabilizaran la vida en común y posibilitaran un espacio institucional para las propuestas de la lucha femenista. Las sufragistas son un ejemplo de renovación social, de cómo una sociedad puede dar una respuesta madura a reclamos legítimos, pero también de cómo ellas abrieron paso a la construcción de un acuerdo que permitiera «vivir juntos» y construir lo común entre hombres y mujeres.

Pronto llegará el momento en que haya que acordar un nueva ruta de convivencia entre todas y todos las y los que queremos la vía institucional para solucionar el desacuerdo y articular la convivencia. El tema al que el feminismo más aguerrido tendrá qué enfrentarse, incluso por estrategia para concretar el triunfo, es cómo sentarse a dialogar con todas y todos sus participantes, con todas las mujeres y todos los hombres, con todas las minorías que, aunque apoyen la causa, no necesariamente están de acuerdo con los tendederos, con el escracheo o con el juicio sumario del hashtag. Estas feministas radicales tendrán que sentarse a dialogar y conformar acuerdos con ese gerontofeminisimo, que ahora desprecian por considerarlo en pacto con el patriarcado, si no quieren quedar encerradas en sí mismas e incapacitadas para articular una alternativa de convivencia a partir de los cambios sociales que ellas mismas han logrado impulsar.

Es tiempo ya de la autocrítica, del análisis de los excesos y de la aceptación de lo alcanzado. Porque ser mujer y feminista no da un crédito ilimitado para destruir reputaciones, contraponerse al debido proceso y a la presunción de inocencia, ni para recurrir a prácticas antidemocráticas para lograr sus objetivos. Nadie quiere vivir en permanente miedo. Nadie, ni mujeres ni hombres. La exigencia de una vida libre de violencia tiene que ser para todas y para todos. El linchamiento en redes sociales y en las paredes del espacio público no sólo afecta la impartición de la justicia, sino que habilita una vida en común marcada por las prácticas de vigilar y castigar y por los roles de delatora y justiciera.

La autocrítica tiene que incluir la revisión de ese discurso feminista que pide la muerte simbólica y real de todo varón asimilado en la palabra macho, que reclama la sororidad sin resistencias, que exige el “yo te creo” incondicional suponiendo que las mujeres no mienten, no tienen intereses y son libres de pasiones. La obligación de todas y todos es trabajar por crear espacios libres de violencia y, en caso de agresión, acompañar, auxiliar a la víctima para lograr justicia. Quizá porque pertenezco a ese gerontofeminismo que las feministas radicales desprecian no veo en todos los hombres al enemigo. Y no peco de ingenua con relación a la explotación, la trata, el tráfico de personas y los feminicidios. Dudo que el separatismo sea la solución y no creo que su implementación acabe con las violencias y los feminicidios. Creo, sin embargo, que en el ámbito más acotado de la UNAM y, específicamente, de la Facultad de Filosofía y Letras, debe ser contemplada cualquier alternativa que permita bajar la tensión que se produce al querer simultáneamente respetar el reclamo del debido proceso con la exigencia de no convivir con el agresor en esta lucha por erradicar la violencia de género. Hay que preguntarle a la comunidad sobre su parecer, porque quizá sea mejor vivir tranquilos cada quien en su espacio que vivir con miedo juntos.

*Profesora del Colegio de Filosofía, FFyL

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